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El Crimen de Don Benito




Don Benito fue durante muchísimos años la ciudad del crimen. Allí se produjo un hecho horroroso que catalizó todas las tensiones de la época. Lo que no parecía en principio más que un deplorable suceso se convirtió en un importante problema político debido a la indignación del pueblo.

Las muertes ocurrieron el 19 de julio de 1902, en una casa situada en la calle Padre Cortés. Se trataba de una vivienda modesta con un comedor-sala de estar y dos pequeños dormitorios. La lechera que iba repartiendo su mercancía llamó reiteradas veces, sin obtener respuesta. Nada más entrar se encontró con la tragedia.

En el suelo yace el cadáver de Catalina Barragán, de alrededor de 60 años, en medio de un charco de sangre. La lechera, espantada, sale en busca de ayuda. Al regresar con la Guardia Civil se descubre la verdadera dimensión del drama: en el segundo dormitorio encuentran muerta a la hija, Inés María Calderón Barragán, una joven de unos 18 años muy atractiva. Su cuerpo estaba con la cabeza debajo de la cama, las ropas en desorden y las manos entre los muslos, en la actitud característica de una mujer que se defiende de un ataque sexual. Le habían dado veintiuna puñaladas.

En el lugar había muchas señales de violencia, y sangre en las paredes. La madre también había sido apuñalada, y tenía la cabeza destrozada a golpes. Durante la inspección ocular los agentes anotaron como datos de interés los restos esparcidos por el suelo de una copa de loza y un maletín médico caído a los pies del primer cadáver, en el zaguán.

Las asesinadas, privadas de los hombres de la casa –el padre había muerto recientemente y el hermano se encontraba cumpliendo el servicio militar en Sevilla–, se procuraban lo necesario para salir adelante cosiendo y planchando, y alquilando una de las estancias al médico oculista de la vecina Villanueva de la Serena, que atendía allí a sus pacientes. Las sospechas se dirigen inmediatamente hacia éste: Carlos Suárez, de quien alguien, embozado en el anonimato, deja dicho que miraba con deseo a la hermosa Inés María. Detenido, en lo que será uno de los errores mayúsculos de la historia del crimen, la actividad policial se encamina, de nuevo erróneamente, hacia un enamorado que tenía la virtuosa asesinada: un mozo llamado Saturio Guzmán, que también es detenido.

En aquellos tiempos era frecuente la aplicación del "tercer grado" a los sospechosos. Siempre, eso sí, que no tuvieran una posición social relevante. Un criado, un sereno y hasta un modesto médico de los ojos que trabajara en un pueblo podían ser objeto de malos tratos. Incluso se les podía introducir astillas en las uñas. Pero aunque a los detenidos se les hubiera torturado hasta la muerte jamás se habría aclarado el doble crimen. El Gobierno, que temía un levantamiento popular dado el grado de indignación creado por el suceso, hizo que los investigadores se precipitaran. Habrían seguido por un camino equivocado si no hubiera acudido en su socorro el clamor popular. En las calles resonaba una acusación: "Ha sido el García Paredes".

Todas las indagaciones se dirigieron hacia las personas que habían mostrado interés por la joven Inés, una preciosidad de criatura, la encarnación de la decencia y la moralidad, según sus vecinos, que murió por defender su virtud. Pero, ¿quién era García Paredes?¿Por qué el pueblo le acusaba?

Carlos García de Paredes era un caciquillo soltero, alto, estirado, fanfarrón, borrachín, sin oficio ni beneficio, fin de especie de señoritos extremeños cuando Extremadura era un desierto cultural olvidado por Madrid. Tenía 32 años, el rostro apepinado, gastaba imponente mostacho y distraía sus ocios con el juego. En los meses previos al asesinato había estado asediando, hasta producirle pesadillas, a la hermosa Inés, que siempre le había rechazado.

Pero Paredes, al que llamaban "don Carlos", sobre todo por las propiedades e influencias de su familia, era alguien muy importante en el pueblo. Es posible que eso pesara en la autoridad, que tardó en decidirse a interrogarle. No obstante, su comportamiento y su pasado –se le suponía autor del apaleamiento de un sereno, de la violación de una deficiente y de haber propinado una puñalada a su madre– le habían granjeado la enemistad de los lugareños, que por primera vez en mucho tiempo tenían la oportunidad de acusar a un cacique. Así que el clamor en su contra no cesaba, aunque él se sintiera a salvo, protegido por el poder de su familia. Al final los agentes no tuvieron más remedio que ocuparse de él.

El día 3 de julio de 1902 eran cinco los sospechosos detenidos: García Paredes, su criado Juan Rando (se le acusaba de haber querido limpiar las manchas de sangre encontradas en un traje de su señorito), el médico Carlos Suárez, Saturio Guzmán y el sereno Pedro Cidoncha. Todos negaban su participación en el crimen y proclamaban su inocencia.

A los 44 días del hallazgo de los cadáveres, el 1 de septiembre, y sin que desde entonces hubiera descendido un ápice la tremenda presión popular –que exigía justicia con la velada amenaza de amotinarse–, se presentó un testigo sorpresa. Uno que dijo haberlo visto todo. No se sabe si había tardado tanto tiempo en aparecer por temor, porque su madre estaba delicada de salud, como dijo, o porque en un principio no le había conmovido la recompensa de 500 pesetas, con lo que, si no se era muy exigente, se podía comprar hasta una finca en aquella época.

El caso es que el joven labrador Tomás Benito Alonso Camacho afirmó ante el juez haber visto a los asesinos –dos– penetrar en la casa de Catalina Barragán. Pasada la una de la madrugada de aquella noche aciaga, Tomás Benito regresaba a su casa por la calle Valdivia cuando se fijó en que delante de él marchaba el sereno Pedro Cidoncha, que se encontró con dos hombres; después de convenir algo entre los tres, se dirigieron a la calle Padre Cortés, donde se pararon delante de la casa de la viuda. Tomás siguió su camino y saludó al pasar, pero los otros ni le contestaron. El comportamiento le pareció tan extraño que le picó la curiosidad y se puso a observar oculto tras un carro de esteras.

Desde allí pudo ver cómo doña Catalina se resistía a abrir la puerta, y cómo el sereno la convencía diciéndole que el recado que traía era urgente. Al parecer, Cidoncha le había pedido el maletín del médico: según le dijo, don Carlos lo reclamaba. Cuando finalmente la mujer abrió la puerta el sereno le pidió un poco de agua, y aprovechó que iba a buscarla para hacer una señal con el farol a los que estaban escondidos en la esquina, que sin hacer ruido se metieron en la vivienda. El sereno cerró la puerta tras ellos y siguió tranquilamente su ronda.

Había buena luna, y Tomás pudo ver claramente la cara de los tres hombres. Enfrentado a una cuerda de presos, reconoce sin ninguna duda a Carlos García de Paredes como el que primero se coló en la casa, y también al sereno Cidoncha. Su testimonio deja en libertad a dos inocentes: Saturio Guzmán y el médico. Éste quedó muy afectado, y no volvió a ser el mismo de antes del suceso. Saturio nunca pudo olvidar a Inés, a quien, pasados los años, le dedicó una habanera muy sentida que empezaba: "Lenguas infames quisieron mancharte..."

El testigo precisa que el otro presunto asesino era un hombre maduro, gordo y con el pelo blanco. Cuando se le pone delante a un cincuentón, de buena posición económica y cierta mala fama, Ramón Martín de Castejón, de quien se sabe que mantiene buena amistad con Paredes, pese a ser mucho mayor que él, le reconoce. En su casa se encontrarían unos pantalones con rastros de sangre, que no ha salido a pesar de varios lavados. Se sabe también que, en otro tiempo, Castejón pretendió a la viuda asesinada.

Los acusados fueron sometidos a un largo juicio. El 18 de noviembre de 1903 Paredes y Castejón recibieron dos penas de muerte. El sereno fue condenado a cadena perpetua, y el criado de Paredes quedó en libertad sin cargos.

Las ejecuciones se llevaron a cabo en Don Benito el 5 de abril de 1905. El verdugo de Cáceres, designado para dar muerte a los asesinos en el garrote vil, hizo con Paredes –que llegó tan mal al patíbulo que le fallaron los esfínteres y manchó los pantalones– su trabajo sin contratiempos; no le ocurrió lo mismo con Castejón, que tenía el cuello muy grueso por un padecimiento de bocio: falló hasta tres veces, mientras el reo se revolvía, se quejaba y le insultaba.

El verdugo, con su torpeza, hizo de un asesino una víctima.

Éste, con todos sus ingredientes, es el crimen que Pío Baroja no escribió porque, según cuenta en sus memorias, le faltaban "nervios" para dramatizarlo.

Francisco Pérez Abellán

FUENTE:
libertaddigital

El Crimen de Berzocana



Sucedió el día de Navidad de 1879. Francisco Domínguez Cano, mayoral de la casa del crimen, incitó a sus cómplices a dar muerte al amo, Fulgencio Díez, rico labrador; a su esposa, Dolores Flores; a tres hijas, al hijo varón y a la criada. Una suma de siete muertos. Sorprendieron a la familia durmiendo y la eliminaron a hachazos. Descubiertos, fueron sentenciados a muerte. Les dieron garrote en el mismo pueblo, donde alguno murió de miedo.

--- Tuvo lugar en el pueblo de BERZOCANA, EN LA MADRUGADA DEL 26 DE DICIEMBRE DE 1879.

--- Fue tan brutal el crimen que allí se produjo que, desde entonces, la localidad cacereña, ubicada en la Sierra de Guadalupe, se conoce como EL PUEBLO DEL HACHA.

--- En esta localidad vivían DON FULGENCIO Y DOÑA DOLORES con sus cuatro hijas y su hijo. Con ellos vivían sus criados y demás gente de servicio que eran hasta 5.

--- El 26 de diciembre a las once de la noche, el criado de la casa untó un poco de aceite al cerrojo para que los dueños no escucharan el chirrido de la puerta. Abrió la puerta y entró su padre en compañía de su hermano. Por el camino se encontraron con el mozo que se unió al grupo.

--- El Grupo se dirigió al dormitorio del matrimonio y con un hacha ejecutaron al amo, a su mujer, a tres de sus hijas, la criada, su hijo de 9 años.
--- Enseguida fueron detenidos por la Guardia Civil, y conducidos a la prisión de Cáceres.

--- El móvil, como era habitual en esta época, era el dinero, y el modo de conseguirlo, el más cruel de todos.

--- El crimen de Berzocana adquirió tanta fama que incluso se llegaron a componer algunas coplillas populares que recordaban el macabro asesinato.

El verdugo

Se llamaba Antonio López Sierra, fue el último verdugo español. Representaba el escalón menor de la administración de justicia (?) en los años del franquismo. Un oscuro funcionario para que ejecutara la muerte legalmente administrada. Lo conocimos cuando ya estaba en paro. Era un hombre pequeño, temeroso, de pocas palabras, desaliñado y oscuro. Vivía en una pequeña portería del barrio de Malasaña, en un habitáculo interior, sin ventanas, en compañía de su mujer, un canario y unos cuantos pobres muebles. Muy pocas personas del barrio conocían su oficio. Después de participar en la película Queridísimos verdugos, de Basilio Martín Patino, una obra maestra sobre la España negra, se había tenido que cambiar de barrio. Era, cuando lo conocimos, un hombre solitario, un bebedor silencioso, un paseante solitario y nocturno. Era un hombre sin vida. Antonio, de origen extremeño, de vida dura, con algunos pequeños delitos en su oscura existencia, de trabajos precarios, con pasado carcelario y perdedor en la guerra civil. Sobrevivía vendiendo caramelos. Malvivía con su mujer y dos hijos. Para salir de su situación alguien le propuso ser verdugo. Atrapado en su propia miseria, incapaz de encontrar salidas en un entorno sórdido, aceptó el trabajo. Pensó, como aquel verdugo de otra obra maestra de nuestro cine, aquel que interpretaba Pepe Isbert en la película de Berlanga, que tendría poco trabajo. Y, además, alguien tendría que hacer ese sórdido trabajo.

Fue su secreto oficio durante más de treinta años. Ejecutó a más de veinte personas. Conoció su oficio, cuidaba la “máquina” -así llamaba Antonio al garrote-. Un maletín con unos artilugios metálicos que se guardaban en las dependencias del Ministerio de Justicia. Cuando llegaba la hora, una pareja de la Guardia Civil, o un policía en los últimos años, acompañaban a este ejecutor de sentencias a que realizara su siniestro trabajo. Se sienta al reo, se le ata con las esposas a un palo, se le venda y se le estrangula con un torniquete. Se trituran sus vértebras cervicales para laminar su cuello aplastando el bulbo.

No seguiré describiendo los efectos del garrote. Si quieren, en Baroja o en Daniel Sueiro pueden encontrar minuciosas descripciones de esta manera española de ejecutar la muerte.

Recuerdo a esa otra víctima, ese otro triste cautivo que es el verdugo, porque está presente en una de las películas que optan a ser las que nos representen en los Oscar de Hollywood. Se trata de Salvador, de Manuel Huerga, sobre la vida y muerte de un joven anarquista, de un antifranquista llamado Salvador Puig Antich. Los últimos veinte minutos de la película son sobrecogedores. Hablan de otro país. De aquel país de los últimos años del franquismo que algunos conocimos muy bien, demasiado bien. Puig Antich fue, en compañía de Heinz Ches, el último ajusticiado de la injusticia en tiempos de Franco. La última ejecución de un verdugo, de un pobre hombre que tiene un lugar siniestro en la peor historia de nuestro reciente pasado.

Javier Rioyo
19/9/2006

Olvidadísimos verdugos

En Badajoz llegaron a residir hasta tres "ejecutores de sentencias" especializados en el manejo del garrote vil

La película ’Salvador’ que reconstruye la historia, vida y muerte de Salvador Puig Antich, el penúltimo ajusticiado en España por el infamante método del garrote vil, vuelve a traer a la memoria el nombre de Antonio López Sierra, el verdugo encargado de dar muerte al joven anarquista catalán, condenado a la pena capital por un tribunal militar. Para dar cumplimiento al implacable fallo judicial, desoídos todas las peticiones de indulto y el clamor mundial, se desplazó desde Badajoz hasta la prisión de Barcelona el "agente judicial ejecutor de sentencias", que tenía su residencia en la capital pacense. Tan siniestro personaje tenía por apodo "El corujo".

El 2 de marzo de 1974, unos minutos después de las 9.30 de la mañana Salvador Puig Antich pudo sentir, a través del paño que cubría su cabeza el estremecedor frío de la argolla que el verdugo le colocaba en torno al cuello y escuchar el metálico chirrido del primitivo aparato de muerte.

Se cuenta que a pesar de su reconocida destreza en tan brutal oficio a Antonio López Sierra no le resultó fácil actuar con la celeridad requerida porque, al parecer, había bebido más de la cuenta. Solía hacerlo cada vez que se requerían sus servicios, acaso para no ser del todo consciente.

Seguramente debido a su estado de embriaguez el "agente" no acertó a encajar bien las piezas del garrote vil, lo que alargó angustiosamente un acto que en circunstancias normales quedaba resuelto en segundos. Precisamente en el caso más comprometido, rodeado de una tremenda presión mundial y de la indignación popular, que requería la mayor celeridad, al verdugo se le encasquillaba la "máquina".

Era la segunda vez en su "carrera" que "don Antonio" se veía en un trance semejante. Muchos años atrás, en 1957, le sucedió algo parecido en la ejecución de la envenenadora de Valencia. Pero entonces el motivo no fue el alcohol, sino el hecho de desconocer que la condenada era una mujer y eso le desconcertó.

Dos ejecuciones

Con todo, Antonio llevó a cabo, una vez más, el cometido propio de su condición de agente judicial. Con la segunda vuelta al torniquete reo y sentencia fueron ejecutados a la misma vez. El reloj marcaba las 9.40 de la mañana del 2 de marzo de 1974.

Sólo unos días después, en la prisión de Tarragona corría igual suerte por el mismo procedimiento un ciudadano extranjero cuya identidad y procedencia fueron falseadas. Se dijo entonces que se trataba Heinz Chez, ciudadano sin familia conocida, declarado culpable de dar muerte a un guardia civil en el asalto a un camping. Sin embargo, años después se ha sabido que a quien realmente se ejecutó fue a Georg Michaek Welzel, nacido en 1944 en la República Democrática Alemana. Este extraño procedimiento y su desenlace ha dado también origen a una película realizada en 2004 con el título de ’La muerte de nadie’.

Aunque esta ejecución fue atribuida también a López Sierra el encargado de practicarla fue otro verdugo natural de Sevilla de nombre José Moreno. «No son embusteros. Dicen que ha sido el de Badajoz, y he sido yo, Pepe», confesó el "agente" a un periodista de ’El Correo de Andalucía’.

En absoluto hubiera sorprendido que el ejecutor de la última condena a muerte por garrote vil hubiera sido de Badajoz. La capital pacense contaba entonces con una nutrida plantilla de "agentes" exterminadores. Que se sepa, eran al menos tres: el citado López Guerra, Vicente Copete y otro cuyo nombre está perdido en la memoria.

De todos ellos guardan vagas referencias indirectas profesionales de la judicatura ya jubilados como Ramiro Baliñas, anterior presidente de la Audiencia Provincial, y Manuel Ruiz, fiscal jefe del mismo tribunal.

Mal vistos

El magistrado recuerda que aquellos "agentes" especiales estaban muy mal vistos por los funcionarios y se evitaba tener cualquier trato con ellos. «Sólo muy de tarde en tarde aparecían por la Audiencia donde se custodiaba aquel terrible aparato. Yo afortunadamente nunca me crucé con ellos».

También Manuel Ruiz hace referencia a la aversión que se tenía a tales personajes hasta el punto que el entonces presidente de la Audiencia, Joaquín Sánchez Valverde procuraba por todos los medios no atenderles cuando. «Creo que tenían que presentarse de cuando en cuando para dar testimonio de encontrarse en activo y poder cobrar su paga, pero el presidente buscaba cualquier pretexto para no recibirles», recuerda.

Manuel Ruiz cree que uno de los primeros trabajos encomendados a López Sierra fue la ejecución de José María Jarabo, un despiadado asesino emparentado con un notable personaje del franquismo, Antonio Ruiz Jarabo, que llegó a ser ministro de Justicia. «Un caso muy sonado porque todo el mundo pensaba que sería indultado», recuerda el fiscal.

Por lo que puede recordar, en Extremadura le tocó ejecutar la sentencia de pena capital para el asesino de «Mariquilla la borracha», una infeliz mendiga de Almendralejo que fue asesinada para robarle el poco dinero que llevaba.

Desde 1951, con el caso de El Mochito en que comenzó su "carrera" hasta 1974 en que tuvo su última actuación con Puig Antich, López Sierra llevó a cabo una veintena de ejecuciones, prácticamente a una por año.

Julián Leal. 'Hoy Digital' - 26 de diciembre de 2006

Papá verdugo

Todo el mundo conoce El verdugo, la paradójica sátira moral de Luis García Berlanga protagonizada por un ejecutor que se resiste a cumplir con su cometido. Pues bien, esta película tiene un reverso real: el documental Queridísimos verdugos, rodado clandestinamente en 1972 por Basilio Martín Patino. Se trata de una cinta en la que los tres verdugos que todavía administraban la pena capital en España mediante el procedimiento autóctono del garrote vil explican su trabajo a la cámara. Testimonio de un tiempo espantoso, permaneció en secreto hasta su estreno en España en 1977. Después quedó recluida en el olvido hasta su edición en DVD en 2003.

Hablé con Martín Patino a finales de febrero en Pamplona, adonde acudió invitado por el festival de cine documental Punto de Vista. No charlamos sobre el bien y el mal, es decir, sobre el monstruoso acto de arrebatarle burocráticamente la vida a una persona, porque no era el caso: los verdugos que protagonizaron su documental carecían de toda capacidad para la reflexión ética. Procedían de las capas bajas de la sociedad y no ostentaban grandes privilegios por hacerse cargo de una tarea repudiada. Sus perfiles encajaban a la perfección en aquella España desarrapada: seres anodinos que ejecutaban sentencias de muerte en concordia con la pobreza de espíritu del régimen. “De los tres, dos eran analfabetos –me dijo Martín Patino–. Veían la vida con una simplicidad que casi producía ternura. Eran dos bestias sin escrúpulos, sí, pero tenían cierto encanto porque te hablaban de sus cosas con naturalidad. Uno de ellos me contó que estaba con su perrín, así lo decía él, cuando le avisaron para ejecutar a Jarabo”. Quien presentaba un perfil diferente era el tercero, Bernardo Sánchez Bascuñana, un tipo elegíaco, de aspecto grave, que en la película recita versos y baila flamenco ataviado con una siniestra capa. “Bernardo dio más problemas. Se las daba de culto cuando toda su cultura se reducía a su antigua profesión de guardia civil”. Probablemente sin quererlo, este hombre asumió en la película un papel preponderante, reivindicando la clemencia del espectador cuando se justifica por ejercer ese trabajo, y paseando su torva figura por el barrio de Sacromonte de Granada en una suerte de advertencia disuasoria. “Bernardo decía unas cosas muy solemnes: esta vida es un valle de lágrimas y esas cosas, y recitaba poesías clásicas que se atribuía como suyas. Eso escondía esa visión que tenía de que sí, de que la vida resulta dura para todos, pero el que la hace la tiene que pagar”. Uno de los momentos más lúcidos de la película ocurre cuando el decano de los verdugos (así le gustaba llamarse) saluda a unos jóvenes en la calle y la voz en off dice: “Don Bernardo sabe que cualquiera puede ser su cliente”.

Los tres verdugos sufrieron distintas suertes con la llegada de la democracia. “Vicente, el delgado, entró en la cárcel de Alicante por pederasta. Ya había estado preso antes; de hecho, lo sacaban de prisión para las ejecuciones. Al segundo, el viejo, le reubicaron de portero en un edificio en Madrid”. Bernardo Sánchez falleció durante el montaje del documental, lo que le negó la posibilidad de ver su rostro en la gran pantalla. “Estaba ya enfermo de cirrosis cuando le rodamos”. El estreno de la película en 1977 fue saludado con el favor de la crítica. Ya en el nuevo siglo, al director salmantino empezó a rendírsele tributo por su obra, y la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España le concedió la Medalla de Oro. Había llegado la hora de que este país viera la película: Queridísimos verdugos se proyectó en la televisión pública en 2005.

¿Fin de la historia? Pues no. A pesar del tiempo transcurrido y de que Martín Patino se había olvidado de los verdugos, el tema no estaba cancelado. En 2003, el director recibió la llamada de Inés, una mujer que le solicitaba desde Granada una copia de la película. Se trataba de la hija de Bernardo Sánchez, que durante buena parte de su vida había ignorado el oficio de su padre y, después de conocer el crucial dato, llevaba varios años intentando conseguir la película. “Ella tenía un recuerdo muy cariñoso de él, que desapareció cuando ella tenía cuatro años. Al morir también su madre, fue adoptada por sus tías, quienes habían mantenido el secreto”. Inés debió de experimentar una gran convulsión interna por tener que asumir el pasado de su progenitor. Aunque siempre sospechó que algo terrible causaba la aprensión que su figura generaba en sus tías, la verdad superaba toda cautela: en su primer trabajo, Bernardo había ajusticiado a un primo de su madre.

El visionado de la película hizo que Inés se reencontrara con un progenitor del que únicamente guardaba un vago recuerdo de niñez, pero también para conocer, de su propia boca y a través de la mirada de Martín Patino, a tan peculiar personaje. Una catarsis que a cualquiera le habría dispensado muchas semanas de intimidad con el psicólogo. Con el propósito de cerrar el círculo, Martín Patino accedió a rodarle a Inés una entrevista para expurgar el fantasma que la había hecho acreedora de una genealogía homicida. El estreno del cortometraje A la sombra de la Alhambra, el montaje de dicha entrevista, se realizó en Pamplona. Ahí Inés se confiesa a la cámara del mismo modo que un día hizo su padre. Carente de pecados que purgar, intenta aclarar su posición en este asunto, sosteniendo en una mano el afecto sanguíneo y, en la otra, la moral contemporánea que censura todo crimen institucional. Curiosamente, sale indemne del desafío. “Tuve suerte y encontré a una mujer muy razonable, muy sana, con una gran necesidad de contar cosas”, agrega Patino. El corto epiloga un relato fascinante. En su doble condición de grabación cinematográfica y de testimonio histórico, propicia un diálogo imposible entre dos generaciones separadas por la pared de la historia. Por decirlo brevemente: a un lado del muro queda una época atroz. Al otro, una mujer que trata de construirse una ética utilizando como materiales la indagación personal y las ruinas del pasado.

MAYO DE 2007
Cine documental
Papá verdugo
por Roberto Valencia

FUENTE:
letraslibres

Queridísimos verdugos





‡ Perfiles inciertos

Seguir la pista de estas personas resulta bastante laborioso pues como señala el fiscal solían cambiar de residencia con frecuencia para no ser conocidos. Sin embargo, en los barrios donde vivían todos los vecinos estaban al tanto del 'trabajo' de López Sierra y Vicente Copete.

Los perfiles de ambos son bastante inciertos y están atravesados por experiencias dramáticas como la Guerra Civil, el hambre y el luto. López Guerra combatió en la Guerra Civil tras enrolarse en un tabor de regulares. Más tarde se alistaría en la División Azul.

Hijo de un cerrajero municipal, pudo haber ocupado la plaza de su padre o haber continuado el ejército realizando el curso de sargento para el que fue propuesto. Contrajo matrimonio muy joven y se fue cargando de hijos. Hasta 13 llegó a tener, pero como si fueran víctimas de una maldición varios de ellos murieron con pocos años. Eran años difíciles y Antonio López vio en el contrabando de café una oportunidad de llevar dinero a casa.

Tal actividad le permitió dedicarse a la venta de caramelos y chucherías con escasa rentabilidad. Tal vez por ello aceptó la plaza de 'agente ejecutor de sentencias' que había sido convocada. Aunque el estipendio no era mucho, ayudaba.

Estaba domiciliado en la calle Concepción Arenal donde era bien conocido y, a pesar de su 'oficio' gozaba del aprecio de sus convecinos. Algunos todavía le recuerdan, aunque hace años nada saben de él.

Algún periódico lo identificó con un mendigo que apareció muerto en la ciudad mallorquina de Manacor, pero con posterioridad fue localizado en Madrid. Las personas con las que HOY ha contactado coinciden en señalar que López Sierra «no es posible que viva todavía».

En la UVA
De Vicente Copete un funcionario de la Audiencia jubilado lo que conoce es que «vivía por el barrio de la UVA» y al igual que su colega López Sierra «era bastante conocido». También cree recordar que tuvo hijos.

El ámbito de actuación de estos 'agentes' era bastante extenso, ya que estaban al servicio de las audiencias de Madrid, Barcelona y Mallorca, cree recordar este funcionario.

A juzgar por su actuación, a estos personajes no les importaba en absoluto ser reconocidos hasta el punto de que ambos intervinieron en la película «Queridísimos verdugos». Antonio López y Vicente Copete aparecen junto a Bernardo Sánchez Bascuñana, de Granada, en la película realizada por Basilio Martín Patino en 1971.


J. LEAL/BADAJOZ
FUENTE: hoy.es






2. Papá verdugo
3.
Olvidadísimos verdugos
4.
El verdugo