Don Benito fue durante muchísimos años la ciudad del crimen. Allí se produjo un hecho horroroso que catalizó todas las tensiones de la época. Lo que no parecía en principio más que un deplorable suceso se convirtió en un importante problema político debido a la indignación del pueblo.
Las muertes ocurrieron el 19 de julio de 1902, en una casa situada en la calle Padre Cortés. Se trataba de una vivienda modesta con un comedor-sala de estar y dos pequeños dormitorios. La lechera que iba repartiendo su mercancía llamó reiteradas veces, sin obtener respuesta. Nada más entrar se encontró con la tragedia.
En el suelo yace el cadáver de Catalina Barragán, de alrededor de 60 años, en medio de un charco de sangre. La lechera, espantada, sale en busca de ayuda. Al regresar con la Guardia Civil se descubre la verdadera dimensión del drama: en el segundo dormitorio encuentran muerta a la hija, Inés María Calderón Barragán, una joven de unos 18 años muy atractiva. Su cuerpo estaba con la cabeza debajo de la cama, las ropas en desorden y las manos entre los muslos, en la actitud característica de una mujer que se defiende de un ataque sexual. Le habían dado veintiuna puñaladas.
En el lugar había muchas señales de violencia, y sangre en las paredes. La madre también había sido apuñalada, y tenía la cabeza destrozada a golpes. Durante la inspección ocular los agentes anotaron como datos de interés los restos esparcidos por el suelo de una copa de loza y un maletín médico caído a los pies del primer cadáver, en el zaguán.
Las asesinadas, privadas de los hombres de la casa –el padre había muerto recientemente y el hermano se encontraba cumpliendo el servicio militar en Sevilla–, se procuraban lo necesario para salir adelante cosiendo y planchando, y alquilando una de las estancias al médico oculista de la vecina Villanueva de la Serena, que atendía allí a sus pacientes. Las sospechas se dirigen inmediatamente hacia éste: Carlos Suárez, de quien alguien, embozado en el anonimato, deja dicho que miraba con deseo a la hermosa Inés María. Detenido, en lo que será uno de los errores mayúsculos de la historia del crimen, la actividad policial se encamina, de nuevo erróneamente, hacia un enamorado que tenía la virtuosa asesinada: un mozo llamado Saturio Guzmán, que también es detenido.
En aquellos tiempos era frecuente la aplicación del "tercer grado" a los sospechosos. Siempre, eso sí, que no tuvieran una posición social relevante. Un criado, un sereno y hasta un modesto médico de los ojos que trabajara en un pueblo podían ser objeto de malos tratos. Incluso se les podía introducir astillas en las uñas. Pero aunque a los detenidos se les hubiera torturado hasta la muerte jamás se habría aclarado el doble crimen. El Gobierno, que temía un levantamiento popular dado el grado de indignación creado por el suceso, hizo que los investigadores se precipitaran. Habrían seguido por un camino equivocado si no hubiera acudido en su socorro el clamor popular. En las calles resonaba una acusación: "Ha sido el García Paredes".
Todas las indagaciones se dirigieron hacia las personas que habían mostrado interés por la joven Inés, una preciosidad de criatura, la encarnación de la decencia y la moralidad, según sus vecinos, que murió por defender su virtud. Pero, ¿quién era García Paredes?¿Por qué el pueblo le acusaba?
Carlos García de Paredes era un caciquillo soltero, alto, estirado, fanfarrón, borrachín, sin oficio ni beneficio, fin de especie de señoritos extremeños cuando Extremadura era un desierto cultural olvidado por Madrid. Tenía 32 años, el rostro apepinado, gastaba imponente mostacho y distraía sus ocios con el juego. En los meses previos al asesinato había estado asediando, hasta producirle pesadillas, a la hermosa Inés, que siempre le había rechazado.
Pero Paredes, al que llamaban "don Carlos", sobre todo por las propiedades e influencias de su familia, era alguien muy importante en el pueblo. Es posible que eso pesara en la autoridad, que tardó en decidirse a interrogarle. No obstante, su comportamiento y su pasado –se le suponía autor del apaleamiento de un sereno, de la violación de una deficiente y de haber propinado una puñalada a su madre– le habían granjeado la enemistad de los lugareños, que por primera vez en mucho tiempo tenían la oportunidad de acusar a un cacique. Así que el clamor en su contra no cesaba, aunque él se sintiera a salvo, protegido por el poder de su familia. Al final los agentes no tuvieron más remedio que ocuparse de él.
El día 3 de julio de 1902 eran cinco los sospechosos detenidos: García Paredes, su criado Juan Rando (se le acusaba de haber querido limpiar las manchas de sangre encontradas en un traje de su señorito), el médico Carlos Suárez, Saturio Guzmán y el sereno Pedro Cidoncha. Todos negaban su participación en el crimen y proclamaban su inocencia.
A los 44 días del hallazgo de los cadáveres, el 1 de septiembre, y sin que desde entonces hubiera descendido un ápice la tremenda presión popular –que exigía justicia con la velada amenaza de amotinarse–, se presentó un testigo sorpresa. Uno que dijo haberlo visto todo. No se sabe si había tardado tanto tiempo en aparecer por temor, porque su madre estaba delicada de salud, como dijo, o porque en un principio no le había conmovido la recompensa de 500 pesetas, con lo que, si no se era muy exigente, se podía comprar hasta una finca en aquella época.
El caso es que el joven labrador Tomás Benito Alonso Camacho afirmó ante el juez haber visto a los asesinos –dos– penetrar en la casa de Catalina Barragán. Pasada la una de la madrugada de aquella noche aciaga, Tomás Benito regresaba a su casa por la calle Valdivia cuando se fijó en que delante de él marchaba el sereno Pedro Cidoncha, que se encontró con dos hombres; después de convenir algo entre los tres, se dirigieron a la calle Padre Cortés, donde se pararon delante de la casa de la viuda. Tomás siguió su camino y saludó al pasar, pero los otros ni le contestaron. El comportamiento le pareció tan extraño que le picó la curiosidad y se puso a observar oculto tras un carro de esteras.
Desde allí pudo ver cómo doña Catalina se resistía a abrir la puerta, y cómo el sereno la convencía diciéndole que el recado que traía era urgente. Al parecer, Cidoncha le había pedido el maletín del médico: según le dijo, don Carlos lo reclamaba. Cuando finalmente la mujer abrió la puerta el sereno le pidió un poco de agua, y aprovechó que iba a buscarla para hacer una señal con el farol a los que estaban escondidos en la esquina, que sin hacer ruido se metieron en la vivienda. El sereno cerró la puerta tras ellos y siguió tranquilamente su ronda.
Había buena luna, y Tomás pudo ver claramente la cara de los tres hombres. Enfrentado a una cuerda de presos, reconoce sin ninguna duda a Carlos García de Paredes como el que primero se coló en la casa, y también al sereno Cidoncha. Su testimonio deja en libertad a dos inocentes: Saturio Guzmán y el médico. Éste quedó muy afectado, y no volvió a ser el mismo de antes del suceso. Saturio nunca pudo olvidar a Inés, a quien, pasados los años, le dedicó una habanera muy sentida que empezaba: "Lenguas infames quisieron mancharte..."
El testigo precisa que el otro presunto asesino era un hombre maduro, gordo y con el pelo blanco. Cuando se le pone delante a un cincuentón, de buena posición económica y cierta mala fama, Ramón Martín de Castejón, de quien se sabe que mantiene buena amistad con Paredes, pese a ser mucho mayor que él, le reconoce. En su casa se encontrarían unos pantalones con rastros de sangre, que no ha salido a pesar de varios lavados. Se sabe también que, en otro tiempo, Castejón pretendió a la viuda asesinada.
Los acusados fueron sometidos a un largo juicio. El 18 de noviembre de 1903 Paredes y Castejón recibieron dos penas de muerte. El sereno fue condenado a cadena perpetua, y el criado de Paredes quedó en libertad sin cargos.
Las ejecuciones se llevaron a cabo en Don Benito el 5 de abril de 1905. El verdugo de Cáceres, designado para dar muerte a los asesinos en el garrote vil, hizo con Paredes –que llegó tan mal al patíbulo que le fallaron los esfínteres y manchó los pantalones– su trabajo sin contratiempos; no le ocurrió lo mismo con Castejón, que tenía el cuello muy grueso por un padecimiento de bocio: falló hasta tres veces, mientras el reo se revolvía, se quejaba y le insultaba.
El verdugo, con su torpeza, hizo de un asesino una víctima.
Éste, con todos sus ingredientes, es el crimen que Pío Baroja no escribió porque, según cuenta en sus memorias, le faltaban "nervios" para dramatizarlo.
Francisco Pérez Abellán
FUENTE: libertaddigital
Las muertes ocurrieron el 19 de julio de 1902, en una casa situada en la calle Padre Cortés. Se trataba de una vivienda modesta con un comedor-sala de estar y dos pequeños dormitorios. La lechera que iba repartiendo su mercancía llamó reiteradas veces, sin obtener respuesta. Nada más entrar se encontró con la tragedia.
En el suelo yace el cadáver de Catalina Barragán, de alrededor de 60 años, en medio de un charco de sangre. La lechera, espantada, sale en busca de ayuda. Al regresar con la Guardia Civil se descubre la verdadera dimensión del drama: en el segundo dormitorio encuentran muerta a la hija, Inés María Calderón Barragán, una joven de unos 18 años muy atractiva. Su cuerpo estaba con la cabeza debajo de la cama, las ropas en desorden y las manos entre los muslos, en la actitud característica de una mujer que se defiende de un ataque sexual. Le habían dado veintiuna puñaladas.
En el lugar había muchas señales de violencia, y sangre en las paredes. La madre también había sido apuñalada, y tenía la cabeza destrozada a golpes. Durante la inspección ocular los agentes anotaron como datos de interés los restos esparcidos por el suelo de una copa de loza y un maletín médico caído a los pies del primer cadáver, en el zaguán.
Las asesinadas, privadas de los hombres de la casa –el padre había muerto recientemente y el hermano se encontraba cumpliendo el servicio militar en Sevilla–, se procuraban lo necesario para salir adelante cosiendo y planchando, y alquilando una de las estancias al médico oculista de la vecina Villanueva de la Serena, que atendía allí a sus pacientes. Las sospechas se dirigen inmediatamente hacia éste: Carlos Suárez, de quien alguien, embozado en el anonimato, deja dicho que miraba con deseo a la hermosa Inés María. Detenido, en lo que será uno de los errores mayúsculos de la historia del crimen, la actividad policial se encamina, de nuevo erróneamente, hacia un enamorado que tenía la virtuosa asesinada: un mozo llamado Saturio Guzmán, que también es detenido.
En aquellos tiempos era frecuente la aplicación del "tercer grado" a los sospechosos. Siempre, eso sí, que no tuvieran una posición social relevante. Un criado, un sereno y hasta un modesto médico de los ojos que trabajara en un pueblo podían ser objeto de malos tratos. Incluso se les podía introducir astillas en las uñas. Pero aunque a los detenidos se les hubiera torturado hasta la muerte jamás se habría aclarado el doble crimen. El Gobierno, que temía un levantamiento popular dado el grado de indignación creado por el suceso, hizo que los investigadores se precipitaran. Habrían seguido por un camino equivocado si no hubiera acudido en su socorro el clamor popular. En las calles resonaba una acusación: "Ha sido el García Paredes".
Todas las indagaciones se dirigieron hacia las personas que habían mostrado interés por la joven Inés, una preciosidad de criatura, la encarnación de la decencia y la moralidad, según sus vecinos, que murió por defender su virtud. Pero, ¿quién era García Paredes?¿Por qué el pueblo le acusaba?
Carlos García de Paredes era un caciquillo soltero, alto, estirado, fanfarrón, borrachín, sin oficio ni beneficio, fin de especie de señoritos extremeños cuando Extremadura era un desierto cultural olvidado por Madrid. Tenía 32 años, el rostro apepinado, gastaba imponente mostacho y distraía sus ocios con el juego. En los meses previos al asesinato había estado asediando, hasta producirle pesadillas, a la hermosa Inés, que siempre le había rechazado.
Pero Paredes, al que llamaban "don Carlos", sobre todo por las propiedades e influencias de su familia, era alguien muy importante en el pueblo. Es posible que eso pesara en la autoridad, que tardó en decidirse a interrogarle. No obstante, su comportamiento y su pasado –se le suponía autor del apaleamiento de un sereno, de la violación de una deficiente y de haber propinado una puñalada a su madre– le habían granjeado la enemistad de los lugareños, que por primera vez en mucho tiempo tenían la oportunidad de acusar a un cacique. Así que el clamor en su contra no cesaba, aunque él se sintiera a salvo, protegido por el poder de su familia. Al final los agentes no tuvieron más remedio que ocuparse de él.
El día 3 de julio de 1902 eran cinco los sospechosos detenidos: García Paredes, su criado Juan Rando (se le acusaba de haber querido limpiar las manchas de sangre encontradas en un traje de su señorito), el médico Carlos Suárez, Saturio Guzmán y el sereno Pedro Cidoncha. Todos negaban su participación en el crimen y proclamaban su inocencia.
A los 44 días del hallazgo de los cadáveres, el 1 de septiembre, y sin que desde entonces hubiera descendido un ápice la tremenda presión popular –que exigía justicia con la velada amenaza de amotinarse–, se presentó un testigo sorpresa. Uno que dijo haberlo visto todo. No se sabe si había tardado tanto tiempo en aparecer por temor, porque su madre estaba delicada de salud, como dijo, o porque en un principio no le había conmovido la recompensa de 500 pesetas, con lo que, si no se era muy exigente, se podía comprar hasta una finca en aquella época.
El caso es que el joven labrador Tomás Benito Alonso Camacho afirmó ante el juez haber visto a los asesinos –dos– penetrar en la casa de Catalina Barragán. Pasada la una de la madrugada de aquella noche aciaga, Tomás Benito regresaba a su casa por la calle Valdivia cuando se fijó en que delante de él marchaba el sereno Pedro Cidoncha, que se encontró con dos hombres; después de convenir algo entre los tres, se dirigieron a la calle Padre Cortés, donde se pararon delante de la casa de la viuda. Tomás siguió su camino y saludó al pasar, pero los otros ni le contestaron. El comportamiento le pareció tan extraño que le picó la curiosidad y se puso a observar oculto tras un carro de esteras.
Desde allí pudo ver cómo doña Catalina se resistía a abrir la puerta, y cómo el sereno la convencía diciéndole que el recado que traía era urgente. Al parecer, Cidoncha le había pedido el maletín del médico: según le dijo, don Carlos lo reclamaba. Cuando finalmente la mujer abrió la puerta el sereno le pidió un poco de agua, y aprovechó que iba a buscarla para hacer una señal con el farol a los que estaban escondidos en la esquina, que sin hacer ruido se metieron en la vivienda. El sereno cerró la puerta tras ellos y siguió tranquilamente su ronda.
Había buena luna, y Tomás pudo ver claramente la cara de los tres hombres. Enfrentado a una cuerda de presos, reconoce sin ninguna duda a Carlos García de Paredes como el que primero se coló en la casa, y también al sereno Cidoncha. Su testimonio deja en libertad a dos inocentes: Saturio Guzmán y el médico. Éste quedó muy afectado, y no volvió a ser el mismo de antes del suceso. Saturio nunca pudo olvidar a Inés, a quien, pasados los años, le dedicó una habanera muy sentida que empezaba: "Lenguas infames quisieron mancharte..."
El testigo precisa que el otro presunto asesino era un hombre maduro, gordo y con el pelo blanco. Cuando se le pone delante a un cincuentón, de buena posición económica y cierta mala fama, Ramón Martín de Castejón, de quien se sabe que mantiene buena amistad con Paredes, pese a ser mucho mayor que él, le reconoce. En su casa se encontrarían unos pantalones con rastros de sangre, que no ha salido a pesar de varios lavados. Se sabe también que, en otro tiempo, Castejón pretendió a la viuda asesinada.
Los acusados fueron sometidos a un largo juicio. El 18 de noviembre de 1903 Paredes y Castejón recibieron dos penas de muerte. El sereno fue condenado a cadena perpetua, y el criado de Paredes quedó en libertad sin cargos.
Las ejecuciones se llevaron a cabo en Don Benito el 5 de abril de 1905. El verdugo de Cáceres, designado para dar muerte a los asesinos en el garrote vil, hizo con Paredes –que llegó tan mal al patíbulo que le fallaron los esfínteres y manchó los pantalones– su trabajo sin contratiempos; no le ocurrió lo mismo con Castejón, que tenía el cuello muy grueso por un padecimiento de bocio: falló hasta tres veces, mientras el reo se revolvía, se quejaba y le insultaba.
El verdugo, con su torpeza, hizo de un asesino una víctima.
Éste, con todos sus ingredientes, es el crimen que Pío Baroja no escribió porque, según cuenta en sus memorias, le faltaban "nervios" para dramatizarlo.
Francisco Pérez Abellán
FUENTE: libertaddigital