Castilblanco

Cuarenta y ocho años de silencio...

Castilblanco es diferente desde el 31 de diciembre de 1931. Un trágico suceso ocurrió aquel día invernal: cuatro guardias civiles morian en las puertas de la Casa del Pueblo en el transcurso de una manifestación de trabajadores. Sobre este suceso se han escrito muchas lineas. Gran parte de ellas a cientos de kilómetros de donde se desarrollaron los hechos. Nosotros nos desplazamos hasta alli.

En dos palabras podríamos perfectamente recoger lo que nos encontramos allí: silencio y miedo. ¿Por qué? Silencio en cada una de sus calles, en cada uno de sus 2.500 habitantes. Desde hace cuarenta y ocho años, los habitantes de Castilblanco hicieron un tácito pacto con la historia para olvidar los sangrientos hechos ocurridos en aquel punto. Lo cierto y verdad es que los ha¬bitantes de Castilblanco, después, de cuarenta y ocho años, tornan su amabilidad natural en silencio cuando les pre¬guntan sobre los sucesos acaecidos aquel último día de 1931. Y te dan la espalda. Y tú les suplicas que te con¬testen y ellos te contestan que, como naturales del lugar, les da vergüenza lo que ocurrió allí hace cuarenta y ocho años. Era la una y media de la tarde. El cielo había amanecido aquel día en Castilblanco oscuro, algo triste: debería ser el presagio de lo que horas más tarde iba a ocurrir. Desde un día antes, 30 de diciembre de 1931, reinaba en aquel pueblo pacense de la siberia extremeña una cierta intranquilidad. Habia llegado una orden desde Badajoz: la Federación de Trabajadores de la Tierra convocó, en una reunión de todo el comité ejecutivo de la provincia, una huelga general apoyada con manifestaciones en señal de protesta contra la actuación del gobernador.


Los hombres de Castilblanco no se dejaron amedrentar por las amenazas recibidas. Trescientos trabajadores salieron por las calles anchas y estrechas de Castilblanco, pobres todas, dando vivas al socialismo, a la Unión General de Trabajadores, a la República y gritando —con voz un tanto apagada por el miedo— contra los caciques. Los ma¬nifestantes llegaron hasta la Casa del Pueblo y alli acabó todo. Lo "gordo" llegaría al día siguiente.


Debido al éxito de la convocatoria de la jornada anterior, el número de manifestantes en el último dia del primer año de la segunda República española aumentó considerablemente. Casi el doble. El miedo en la conciencia del pueblo se había diluido entre el océano de muchos años, en silencio forzoso. Todos querían gritar cosas que sentían y que habían guardado en sus adentros durante años. Indudablemente, apostaron caro. Dos manifestaciones en dos dias era demasiado. El alcalde estaba indignado. Marchó al cuartelillo de la Guardia Civil. Ordenó al comandante del puesto, el cabo José Blanco, que disolviera la manifestación. Sus palabras no ofrecieron la menor duda del mensaje que entrañaban: "con un disparo que hagáis saldrán todos corriendo". (El paisano Pedro Marrupe, amigo de uno de los números con el que se encontraba hablando en el momento en que llegó el alcalde, escuchó estas órdenes, y asi lo declaró posteriormente en el Consejo de Guerra celebrado.) Sin embargo, las predicciones de Felipe Magantos, el alcalde, estaban equivo¬cadas. El disparo se produjo. La muer¬te de uno de los manifestantes, también. Pero el pueblo no salió corriendo. Tam¬poco se quedó quieto. Los guardias civiles también quedaron alli. Pero muertos. El parte de la autopsia señala¬ba que el cabo José Blanco había recibido 17 heridas. Y los números Francisco González, José Mata y Agripino Simón, 17, 20 y 16, respectivamente. En el enfrentamiento murió un paisano, Hipólito Corral, de un disparo; y otro resultó gravemente herido. Las piedras que habia en la calle Calvario para ser empedrada quedaron cubiertas de sangre.



Yo no estaba aquí...
Los datos de lo relatado hasta ahora están sacados de diferentes informaciones publicadas en periódicos del mo¬mento y, también, de las declaraciones habidas en el proceso que, dos años más tarde, se celebraría en el cuartel de Menacho, de Badajoz. El desarrollo del hecho seria recogido por los abogados defensores en un libro titulado con el nombre del pueblo. Nuestra misión hoy, cuarenta y ocho años después de ocurridos los sucesos, era esclarecer, en la medida de lo posible, todos los puntos oscuros que aún quedan sobre este sangriento episodio.

Al periodista que escribe, en sus años de profesión, no le había sucedido nada igual. En más de una ocasión topó con el clásico "personaje ostra" que guarda férreamente la joya de su información. Pero jamás se habia encontrado con todo un pueblo que no quiere hablar, "porque como natural de Castilblanco, me avergüenza recordar aquellos desa¬gradables sucesos", nos contestó uno de los interrogados. Otros, ni tan siquiera eso. De los ocho o diez viejos que nos encontramos en la silenciosa plaza del pueblo, ninguno quiso hablar. Tanto estos como el resto de los mayores a los que preguntamos qué ocurrió el 31 de diciembre en Castilblanco, estuvieron casualmente aquel día fuera: recogiendo aceituna; cazando; visitando a la no¬via que vivia en un pueblo cercano —"mi Antonia"—; y, alguno, falto de reflejos, al formularle la pregunta, tras unos segundos de titubeos, nos decía con los brazos entreabiertos y la cabeza gacha: "pues no sé, yo no sé nada. Ah, aquel día lo pasé en cama. Ya sabe us¬ted, cogiendo aceituna es fácil que se te agarre un frío en los ríñones..." Y el tono de su voz intentaba ser convin¬cente.

Un poco desesperado, penetro en una taberna. Estaba convencido de que continuar la busca resultaba inútil. Castil¬blanco parecía un enorme topo escondi¬do durante cuarenta y ocho años en su madriguera de silencio. Al abrir la puerta de la taberna, los tres viejos que hay dentro interrumpen la conversación; después, comienzan a hablar más bajo. Musitan no se qué. Miran de refilón. Entre los tres destaca uno de ellos. Sus años —ochenta y uno— han porporcionado a su aún evidente gallardía la seguridad de los muchos dias vividos. Me acerco a ellos. Saludo y ¡paf!, les disparo la pregunta. Uno de ellos se levanta inmediatamente. "Voy a desaguar." Los otros dos aguantan. Insisto. Manuel, así se llama, comienza a hablar: "...Yo* tampoco estaba aqui ese día. Pero amigos que lo vivieron me lo contaron muchas veces. En la mañana en que pasóí todo aquello yo estaba en las olivas'. Volvía al pueblo porque se me habían acabado las viandas. Unos kilómetros antes de llegar, me detuvo uno y me dijo que mejor que no me acercara por alli porque había habido follón. "Se han cargado a los guardias civiles", me dijo. "Si no tienes apaño, yo te dejo un pan." Lo que quiere saber usted es por qué salieron a la calle y por qué se produjo el follón que acabó en sangre. Salieron'a la calle porque llegó una orden de Badajoz y el presidente de la Casa del Pueblo de Castilblanco, "El Justo" (Fernández López), la transmitió aqui y se acordó salir. Por aquellos días había un cierto malestar. Según cuentan —asi lo testificaron varios de los encausados en el Consejo de Guerra del cuartel de Menacho—, unos dias antes, un grupo de jornaleros en paro se acercaron a pe¬dirle al cabo que hablara con algún "señor", para que les dieran trabajo y pa¬rece que la respuesta encrespó aún más los ánimos.

La contestación a la otra pregunta es más difícil. La mayoría de los que se manifestaron creían que la guardia civil no iba a actuar. Pues el día anterior no lo hizo. Sin embargo, el 31 de diciembre se echaron las armas al hombro y salieron. La manifestación ya había llegado a la Casa del Pueblo y, algu¬nos, ya estaban dentro y otros se disponían a marcharse a sus casas. Fue entonces cuando se presentaron los guardias civiles. Ah, se me olvidaba decir que cuando estos marchaban en busca de los manifestantes, uno del pueblo les pregunto que dónde iban tan deprisa, a lo que uno de los guardias le contestó: "vamos a donde no volveremos". Una vez que los guardias civiles llegaron al lugar, el cabo se acercó a la puerta de la Casa donde estaban los mandamás para hablar de no se qué con ellos. Quizá para detenerlos. Los otros tres guardias civiles se habían quedado atrás junto a los últimos manifestantes. Detrás de los guardias civiles había un grupo de mujeres que, al ser avisadas de que habían llegado los guardias civiles, salieron de sus casas asustadas. Sus maridos esta¬ban allí. Una de ellas, que murió hace pocos años aqui, en el pueblo, intentó llegar hasta su marido. Un guardia que pasaba muchas tardes en la taberna con los del pueblo se lo impidió empujándola un poco con el arma. Los ánimos subieron de tono y la pasión se desató. Sonó un disparo..."


Los mataron con piedras y navajas
Sobre lo sucedido a continuación no hace falta preguntarle a Manuel. La muchedumbre se abalanzó sobre los guardias sin darles tiempo a reaccionar, Era la una y media de la tarde, aproximadamente. Cinco minutos después todo había acabado. Las armas utilizadas en la agresión fueron todas las que tenían a su alcance. Sobre todo, piedras, pues la calle en la que se desarrollaron los hechos, calle del Calvario, iba a ser empedrada. Las culatas aparecieron rotas, hechas casi añicos. En total, entre los cuatro guardias civiles, recibieron más de cincuenta heridas, según el informe de la autopsia. Alguno quedó irreconocible. La masa encefálica del número Agripino quedó al descubierto. Uno de los ojos del cabo quedó fuera de su cuenca, perdiéndose; quizá pisoteado por el tumulto. Y, según cuentan las crónicas, la mano derecha del superior de los guardias civiles se encontraba, en el momento de levantar el atestado, pró¬xima a uno de los bolsillos de su pantalón, en donde, manchada por la sangre, se halló apenas legible la orden, llena de faltas de ortografía, en la que el alcalde conminaba al cabo José Blanco para que saliera a disolver la manifestación.


Consejo de guerra en Menacho
Para el fiscal aquel acto fue una sal¬vajada propia de animales asesinos, movidos por los instintos más sangrientos. En su opinión, deberían ser condenados a muerte. Los abogados Jiménez Asúa, Anselmo Trejo Gallardo, Vidarte y Rodríguez Sartre pidieron la liberación de todos sus defendidos porque "la muchedumbre realizó el hecho en situación de trastorno transitorio. Y en esta¬do de defensa propia". El 19 de julio de 1933, tras tres días de proceso, el Consejo de Guerra en que se examinaron los sucesos de Castilblanco dictó sentencia: Pedro Alvarez Bravo ("el Carrucho"), Lucio Bravo Ayuso, Hila¬rio Bermejo Corral, Domingo Ruiz Luengo ("el Gorrilla"), Wenceslao García Galán ("el Wences"), Benigno del Prado Romero y Tiburcio Pizarro Orcaja eran condenados a muerte. Otras seis personas, a cadena perpetua. Al final las penas quedaron rebajadas. Los primeros a cadena perpetua, y los segundos a veinte años de prisión.

Pero estos castigos, tanto para unos como para otros, no llegaron a cumplirse. En 1936, al ganar las elecciones el Frente Popular, quedaron libres. Manuel, nuestro interlocutor, nos contaba la llegada de los autobuses que traían a los presos "creo que del penal de Cartagena". Después de la guerra civil, los que fueron apresados murieron fusilados.

El pueblo de Castilblanco hizo un tácito pacto con el silencio para que aquellos sucesos sangrientos de diciembre de 1931 no volvieran a ser pronunciados por aquellas latitudes. Y al salir por las calles de Castilblanco para marcharnos parecía como si se fueran estrechando a medida que atravesamos cada tramo, apercibiéndonos tajantemente que nuestra presencia allí no es grata. Porque, en cierto modo, nosotros habíamos perturbado durante unas horas el "pacto del silencio" y los pactos con los "silencios históricos" no admiten coqueteos ni fal¬tas.


FUENTE: Miguel Ángel MELLADO. Región Extremeña. Marzo de 1979.