Contamos con una imagen literaria que a pesar de estar envuelta en el mito da cuenta de la importancia que tiene en las sociedades del occidente peninsular la redistribución de botines y tributos de guerra. Un reparto dirigido por una cabeza militar (representación eventual, pero notoria, de la idea de poder o lugar central recién expuesta) y que es utilizado por la misma como medida de orden social. Nos referimos a Viriato, al que sólo en este punto nos vamos a permitir atribuirle un apelativo nuevo, el de jefe redistributivo.
No cabe duda de que la del lusitano es una de las figuras que mayor número de páginas ha acaparado en la bibliografía de la Hispania antigua. Su tratamiento ha ido variando con el tiempo en función del desarrollo de una investigación que, según circunstancias y en unas épocas más que en otras, se ha movido al ritmo de intereses ideológicos e incluso de modas políticas dominantes. En este sentido consideramos que una breve retrospectiva historiográfica puede resultar conveniente para contextualizar lo mejor posible nuestro propio comentario.
Dejando a un lado los trabajos más antiguos de la escuela alemana de fines del XIX, supeditados a la información textual clásica con arreglo al historicismo positivista representativo de aquellos momentos, y las apreciaciones pseudo-históricas de algunos escritos nacionales (en su mayoría debidos a militares) exaltando la heroicidad de Viriato en la historia-patria y reivindicando su cuna hispana frente a la adscripción portuguesa), el primer estudio pormenorizado sobre Viriato es el que publica Adolf Schulten en 1917. Gracias al rastreo de las fuentes, a la identificación de topónimos antiguos y a la reconstrucción histórica de la gesta y movimientos viriáticos ofrecidos, esta obra supuso un punto de partida obligado para los trabajos posteriores que la han continuado, a pesar de sus vicios y limitaciones. El Viriato de Schulten es, fundamentalmente, el retrato del caudillo de la libertad ibérica frente al expansionismo romano, en un ensayo caracterizado por los prejuicios etnográficos propios del método schulteniano, tal y como pone de manifiesto la crítica de nuestros días. Se puede decir que los estudios emprendidos a partir de entonces se circunscriben dentro de dos tendencias bien determinadas que todavía hoy se mantienen: los análisis históricos de corte más o menos descriptivo insertados en el proceso global de la conquista romana de Hispania, de un lado, y las autopsias acerca del Viriato -o Viriatos- transferido por los clásicos a la sombra de proyecciones ideológicas y filosóficas, de otro lado.
Dentro de la primera corriente cabe citar las aportaciones de García y Bellido, que aunque acotado al tema concreto de las rebeliones indígenas se muestra como trabajo de gran originalidad -más teniendo en cuenta la época en que está escrito-, Simon, Gundel, Dyson, Bane, Knapp y, más recientes en el tiempo, Santos Yanguas y Montero, Richardson, López Melero, de Francisco, Curchin y Pitillas. Con miras más equilibradas y desprovistos de la retórica grandilocuente y ensalzadora de otras décadas, estos trabajos ponen el acento en el relato de las campañas militares y la estrategia guerrera desplegada por Viriato, en las causas de la revuelta lusitana y la situación interna de las entidades prerromanas o en la relación Hispania-Roma a mediados del siglo II a.C., con miramiento especial a las consecuencias de la guerra viriática en la evolución política de la república romana.
Tomando parte del segundo tipo de aproximación, merecen subrayarse los análisis internos llevados a cabo por Lens Tuero, García Moreno y García Quintela sobre el trasfondo de la literatura viriática.
En el primero de estos ensayos, un minucioso análisis filológico lleva a enjuiciar la historia de Viriato transmitida por Posidonio a través de Diodoro como una muestra de historiografía helenística y moralizante que convierte al líder lusitano en el prototipo del “buen salvaje” derivado de las doctrinas cínica y estoica. En definitiva, una reconstrucción ideológica con la cual los escritores de aquella corriente intentan contrarrestar y denunciar los signos de decadencia perceptibles en la Roma de los siglos II-I a.C. Partiendo de presupuestos similares, esto es, la evocación del Viriato de los textos antiguos como héroe natural y justiciero siguiendo el cliché estoico-cínico posidoniano, García Moreno ha avanzado valiosas consideraciones sobre el entorno histórico del personaje. Entre las deducciones de mayor peso habría que señalar la vinculación de Viriato con la Lusitania meridional, en concreto con la región fronteriza de Beturia, corrigiendo la añeja visión de Schulten que hacía de la remota comarca de la Sierra de la Estrella al norte de Portugal su tierra natal, con todas las connotaciones de marginalidad y barbarie pertinentes. A conclusiones parecidas llega Pérez Vilatela, con un espíritu igualmente revisionista. Los estudios de García Moreno han ayudado asimismo a desmontar la leyenda que desde antiguo se ha tejido alrededor del jefe lusitano, empeño compartido por otros investigadores que han llamado la atención sobre el uso político del personaje, en tiempos romanos (exemplum de nobleza bárbara) y en la historia reciente (precursor del caudillaje militar).
Con respecto a la obra de García Quintela, su objetivo es intentar demostrar que buena parte de los relatos sobre Viriato son coherentes con la ideología trifuncional indoeuropea descrita por G. Dumézil, especialmente con las denominadas primera y -con más dudas- segunda funciones: la del guerrero y la del soberano céltico de carácter cuasi divino, respectivamente. Con la novedad que supone sustituir el tradicional enfoque socio-económico por otro ideológico-simbólico de raíz indígena, el autor apoya sus argumentos en una exploración a fondo de varios ciclos indoeuropeos, examinando episodios germanos, irlandeses, hindúes, romanos y célticos. En cualquier caso, a nuestro entender resulta más reveladora la propuesta de juzgar que las fuentes griegas relativas a Viriato recogen una versión lusitana fosilizada en un discurso típicamente helénico: “parece posible afirmar que en Diodoro leemos la traducción al griego, seguramente con adaptaciones, de una creación intelectual indígena. Ésta reelabora la ideología tradicional para movilizarla en un momento histórico de resistencia contra los romanos e hipertrofia del rol del jefe”.
Curiosamente uno de los aspectos menos atendido es la actitud de Viriato repartiendo el botín entre los suyos. El que este particular haya pasado bastante desapercibido en la investigación es de suponer que se debe a la primacía de otros intereses: la vida del personaje (con escenas de tanto jugo como los esponsales, el asesinato o el solemne funeral) o el análisis de las tendencias histórico-literarias con que la historiografía cubre su excepcional silueta, como acaba de observarse. Y sin embargo el capítulo de la adjudicación de botines y regalos se repite en casi todas las fuentes que se detienen en Viriato. Hagamos una recopilación de estas referencias:
Diodoro, XXXIII, 1, 3:
“en el reparto del botín era justiciero, y distinguía con regalos a los que se señalaban por su valor”
Diodoro, XXXIII, 1, 5:
“Viriato, el jefe de ladrones lusitano, era justo en el reparto del botín: basaba sus recompensas en el mérito y hacía regalos especiales a aquellos de sus hombres que se distinguían por su valor, además no cogía para su uso particular lo que pertenecía a la reserva común. Debido a ello, los lusitanos le seguían de buen grado a la batalla y lo honraban como su benefactor y salvador común”
Diodoro, XXXIII, 21a:
“En el reparto del botín no tomaba nunca una parte mejor que los otros; y de lo que tomaba, u obsequiaba a los que más se distinguían o subvenía a las necesidades de los soldados”
Apiano, Iber., 75:
“Tanta fue la añoranza que Viriato dejó tras de sí, el que más dotes de mando había tenido entre los bárbaros y el más atrevido ante todo por delante de todos y el más presto al reparto a la hora del botín. Pues nunca aceptó tomar una parte mayor a pesar de que continuamente le animaban a ello; e incluso lo que tomaba se lo entragaba a quienes más habían destacado en la lucha. Por esto, un asunto complicado y no fácilmente conseguido por ningún otro de los generales: durante los ocho años de esta guerra un ejército constituido de elementos heterogéneos nunca se le rebeló y siempre fue sumiso y el más resuelto a la hora del peligro”
Cicerón, De off., II, 40:
“Y así por su equidad en repartir el botín obtuvieron un gran poder no sólo Bardilis, bandolero ilirio, sino también y mucho mayor el lusitano Viriato”
La escena interesa por distintas razones. Además de reparar de nuevo en el contexto bélico lusitano (150-139 a.C.), el episodio ilustra muy bien cómo el resultado de un triunfo guerrero da paso a un mecanismo socio-económico de redistribución de bienes y recompensas que alcanza jerárquicamente al conjunto de los guerreros victoriosos. Y cómo ese mecanismo es operado por el cabecilla de la comunidad, quien simultáneamente acrecienta las bases de su poder gracias precisamente a los resultados de la acción militar; tanto más prestigiosa cuanto más lejano sea el escenario de los hechos y más poderosos sean el enemigo a batir y los símbolos identificativos de tales hazañas. Por descontado que nuestra lectura es una interpretación hipotética; una particular adaptación histórica de la metáfora literaria de Viriato, si se quiere, pues en verdad las fuentes clásicas retratan al pastor, ladrón y caudillo lusitano como a un Robin Hood protohistórico: un delicuente o bandido al que casi justifican por su talante igualitario, justo y barbarizadamente noble, según el modelo del buen salvaje o la doctrina cínica de los que participa la historiografía clásica. Por eso, la enseñanza extraíble automáticamente de esta tradición literaria es la del comportamiento ejemplar y equitativo de Viriato, que no toma nada para sí y que concede regalos especiales a quienes se han distinguido en la lucha; todo lo cual hace que sea admirado y respetado fielmente por los suyos hasta el punto de no tener que hacer frente a ninguna rebelión interna.
Pero, al margen de la evidente intencionalidad moralizante, estos textos cobijan una serie de pistas que permiten formular preguntas de finalidad más marcadamente histórica, por ejemplo sobre el liderazgo militar y las relaciones sociales. ¿Cuál es la naturaleza del poder en estos grupos? ¿Qué grado institucional alcanzan los jefes guerreros del occidente hispano? ¿De qué otros testimonios disponemos para aprehender la fuerte jerarquización y los lazos de dependencia personal?
Las informaciones literaria y arqueológica coinciden en señalar la existencia de una acusada diferenciación social en las poblaciones de la Protohistoria Final. A la cabeza suele situarse una jefatura o elite aristocrática de acentuado carácter guerrero, especialmente en los siglos IV-II a.C., que, no en vano, va evolucionando y transformándose con el tiempo en virtud de procesos internos y de acontecimientos externos tan relevantes como la incursión de cartagineses y romanos por el interior peninsular. El contrapunto a este sector privilegiado es una masa de gente empobrecida y sin recursos, dispuesta en los niveles más bajos de la sociedad, que cabe relacionar con prácticas supuestamente marginales, al menos bajo el prisma ideológico clásico, como el bandolerismo, el mercenariado y la prestación de servicios en el extranjero; costumbres que llamaron poderosamente la atención de los historiadores antiguos y sobre las que se han vertido chorros de tinta.
En las necrópolis, las sepulturas con distinto grado de monumentalidad, ajuar y riqueza, dan cuenta de algunas pautas sociales y de los objetos materiales asociables a determinados grupos humanos, por ejemplo la presencia de conjuntos de armas en las sepulturas de mayor nivel que anuncian a las elites rectoras recubiertas de una aureola guerrera (vide infra apartado VII). Los textos greco-latinos, por su parte, se refieren desde finales del siglo III a.C. y sobre todo en la centuria siguiente a una serie de dignatarios del ámbito occidental en lucha frente a la expansión romana. Entre el conglomerado lusitano-vetón se citan los nombres de Hilerno, Púnico, Césaro, Cauceno, Taútalo..., aparte de Viriato. Desde el punto de vista institucional, las fuentes los titulan con términos como dux, imperator, apelativos que dejan entrever una categoría superior a la de simples magistraturas temporales y electivas pero que, sin embargo, no parecen alcanzar la distinción de soberanía propia de los reges y reguli del espacio ibérico-turdetano. En suma, sin ser demasiado explícitos los textos nos acercan al destacamiento socio-político de un puñado de figuras revestidas de poder guerrero: sus dotes y tenacidad les hacen encumbrarse en posiciones de liderazgo. No es de extrañar que los historiadores clásicos subrayen el componente militar de estos personajes dado que la información procede esencialmente del tiempo de conquista, lo cual suscita la familiaridad de tal semblante entre otras reducciones implícitas. Sin embargo, cabe presumir que el poder de estas figuras no es exclusivamente bélico sino que en muchos casos estas jefaturas, limitadas en mayor o menor grado por las competencias de otros miembros pertenecientes a clanes nobiliarios o por órganos políticos oligárquicos (consejo de notables, asambleas ciudadanas más extensas), controlan igualmente las bases económicas. Esto les permite tener acceso restringido a los excedentes productivos. Al tiempo, se apropian de símbolos e imágenes de autoridad con el fin de legitimar su dominio, haciendo uso cuando es necesario de estrategias de manipulación ideológica sobre la población.
Del recurso alegórico de Viriato redistribuyendo entre los suyos se desprende, acaso también, la sensación de un ordenamiento social profundamente regulado. Esto se aviene con otras señales de jerarquía y dependencia que conocemos para la Hispania anterromana y que, en cualquier caso, acrecientan la evidencia de estar ante agrupamientos sociales cada más verticales y articulados, que además se desenvuelven en una atmósfera ritual de complejidad creciente. Por no citar más que tres hábitos suficientemente testimoniados, piénsese en:
1) Las clientelas militares de devotii que surgen alrededor de una figura central, a quien consagran fidelidad de por vida hasta el punto de llegar a morir por él; tal costumbre llamó la atención de los clásicos, que la reseñan como idiosincrasia del guerrero hispano. Un eco de lo mismo puede verse en los funerales del propio Viriato, donde doscientas parejas de lusitanos luchan en combates singulares en honor del líder asesinado, a quien presumiblemente se hallaban vinculados clientelarmente.
2) El hospitium indígena que tiende a evolucionar hacia fórmulas de vinculación personal próximas al modelo del patronatus romano. Aunque esto es perceptible durante la conquista y en función de los intereses políticos de Roma sobre los nuevos territorios anexionados, el viraje de la hospitalidad (y de otras instituciones similares que no se han conservado) hacia compromisos de sumisión personal debe tener un arranque anterior explicable en el proceso de formación y consolidación de las aristocracias guerreras en los últimos siglos antes del cambio de Era.
3) Los banquetes o fiestas de mérito que incluyen el intercambio de regalos de prestigio y la destrucción deliberada de riqueza como prerrogativa máxima de rango y autoridad en actos de exhibición desmedida y de reafirmación social (esto es, la ceremonia del Potlatch descubierta por la etnografía), entre otros ritos de competitividad social tan del gusto de las elites dirigentes.
En esta relación cabe traer a colación otra tesis que se está barajando en nuestros días pero que sin embargo todavía no se ha comprobado definitivamente: ¿las descripciones que nos han llegado sobre las técnicas guerreras y la estructura militar de los lusitanos podrían reflejar en realidad un bosquejo de su organización social? Exprimiéndolas al máximo e intentando contrapesar las lagunas y juicios de valor de la historiografía clásica, las noticias de Estrabón y Diodoro permitirían deducir como mucho una actividad guerrera compleja y, verosímilmente, jerarquizada entre los lusitanos, distinguiéndose al menos dos tipos de combatientes: 1) la “caballería” -probablemente no antes del s.III a.C.-, una minoría de guerreros de élite armados con panoplias pesadas; y 2) la “infantería” como cuerpo social extenso, a quien corresponde un armamento más ligero (vide infra). Poco más. Resulta tentador tomar estas pistas como directrices a partir de las cuales entender el entramado social de las comunidades de la Iberia prerromana, pero por el momento parece difícil arribar a conclusiones de mayor alcance. En cualquier caso, la viabilidad de este tipo de análisis pasa necesariamente por el examen de los datos arqueológicos, más concretamente por la valoración a fondo (tipología, secuencia cronológica, combinaciones estadísticas de elementos y equipos de armas, estimaciones de riqueza y rango, interpretación histórico-cultural...) de las denominadas “tumbas de guerrero”, aquellas que documentan armas formando parte del ajuar funerario. Sin duda ésta es una atractiva vía a potenciar en el futuro por la investigación.
Existe un último dato de gran valor rescatable de las crónicas de Viriato repartiendo riquezas, insinuado ya líneas atrás: la manipulación que de los tesoros adquiridos hace un jefe como estrategia de adhesión de clientes y garantía de fidelidad y disciplina en sus ejércitos, a la sazón caracterizados por su heterogeneidad. De nuevo un aspecto que ensambla las piezas que dan forma a nuestro particular puzzle: riqueza económica (expolios de guerra), gestión del líder (Viriato, caudillo redistributivo) y diálogo social (proyección de líneas de subordinación desde la cima del poder). En efecto, las fuentes reiteran que Viriato distinguía y obsequiaba a sus partidarios con magníficos presentes. A pesar de la parquedad textual, enseguida se nos viene a la mente el valor simbólico del regalo y la articulación de relaciones sociales y de medidas de captación de poder mediante el mecanismo del don y el contra-don, que tanto éxito ha tenido en el discurso antropológico y que tanto auxilio ha prestado como modelo explicativo a prehistoriadores e historiadores de la Antigüedad.
Diremos rápidamente que el regalo, en tanto instrumento cultural, se convierte en referencia de un compromiso entre individuos o grupos y, por tanto, es un precioso elemento para calibrar relaciones sociales. El ensayo pionero de M. Mauss sigue siendo de referencia obligada para el estudio de la forma y función del intercambio de dádivas, habiéndose profundizado a partir de él en el significado de la reciprocidad. El interés estriba en comprender que el don crea obligaciones sociales: entregar un regalo exige en primer lugar la aceptación por parte del receptor y, seguidamente, el que éste de una respuesta a cambio. Así la contraprestación (material o personal, sea esta última de tipo laboral o militar) se convierte en condición sine qua non y en instrumento para crear vínculos dentro de un marco de intercambio jerarquizado. La obligación en este sentido es triple: dar, recibir y actuar recíprocamente.
Asociada a la entrega del regalo hay una gama de expresiones sociales y de formas de comunicación de no poca importancia, que ya han sido aludidas al hablar de los grupos de poder de la Iberia indígena: generosidad sin límites, búsqueda competitiva de estatus y prestigio (regalar más es una manera de mostrar la superioridad de uno), hospitalidad, fiestas y banquetes nobiliarios, consumo de vino y otras bebidas y viandas de acceso restringido, ideal caballeresco, partidas de caza, luchas singulares y demás ceremonias rituales, formación de cuadrillas de fieles y clientes... En general la economía del regalo se identifica con unos fines políticos determinados y por tanto con grupos aristocráticos, ámbitos principescos o sociedades de jefatura compleja, como fueron las comunidades de la Edad del Hierro. En estos ambientes, armas de parada excepcionales, pertrechos del enemigo, trofeos guerreros, torques áureos y otros adornos, calderos de bronce, cerámicas de lujo y vajilla asociada al vino, briosos corceles e incluso mujeres en exogamia, debieron intercambiarse y regalarse como bienes de prestigio en una circulación selectiva y clientelar, tal como los textos que hemos revisado sobre Viriato ponen de manifiesto en su particular código ético. Acumular el mayor número de estas preciadas mercancías se traduce en una extensión de vínculos de interdependencia con otros individuos y, por ende, se convierte en una hábil manera de consolidar el rango socio-político de los possesores. Más aún si estas piezas son de naturaleza exótica -caso de los botines procedentes de empresas militares realizadas en escenarios remotos-, lo cual incrementa su excepcionalidad.
FUENTE: fisicanet
No cabe duda de que la del lusitano es una de las figuras que mayor número de páginas ha acaparado en la bibliografía de la Hispania antigua. Su tratamiento ha ido variando con el tiempo en función del desarrollo de una investigación que, según circunstancias y en unas épocas más que en otras, se ha movido al ritmo de intereses ideológicos e incluso de modas políticas dominantes. En este sentido consideramos que una breve retrospectiva historiográfica puede resultar conveniente para contextualizar lo mejor posible nuestro propio comentario.
Dejando a un lado los trabajos más antiguos de la escuela alemana de fines del XIX, supeditados a la información textual clásica con arreglo al historicismo positivista representativo de aquellos momentos, y las apreciaciones pseudo-históricas de algunos escritos nacionales (en su mayoría debidos a militares) exaltando la heroicidad de Viriato en la historia-patria y reivindicando su cuna hispana frente a la adscripción portuguesa), el primer estudio pormenorizado sobre Viriato es el que publica Adolf Schulten en 1917. Gracias al rastreo de las fuentes, a la identificación de topónimos antiguos y a la reconstrucción histórica de la gesta y movimientos viriáticos ofrecidos, esta obra supuso un punto de partida obligado para los trabajos posteriores que la han continuado, a pesar de sus vicios y limitaciones. El Viriato de Schulten es, fundamentalmente, el retrato del caudillo de la libertad ibérica frente al expansionismo romano, en un ensayo caracterizado por los prejuicios etnográficos propios del método schulteniano, tal y como pone de manifiesto la crítica de nuestros días. Se puede decir que los estudios emprendidos a partir de entonces se circunscriben dentro de dos tendencias bien determinadas que todavía hoy se mantienen: los análisis históricos de corte más o menos descriptivo insertados en el proceso global de la conquista romana de Hispania, de un lado, y las autopsias acerca del Viriato -o Viriatos- transferido por los clásicos a la sombra de proyecciones ideológicas y filosóficas, de otro lado.
Dentro de la primera corriente cabe citar las aportaciones de García y Bellido, que aunque acotado al tema concreto de las rebeliones indígenas se muestra como trabajo de gran originalidad -más teniendo en cuenta la época en que está escrito-, Simon, Gundel, Dyson, Bane, Knapp y, más recientes en el tiempo, Santos Yanguas y Montero, Richardson, López Melero, de Francisco, Curchin y Pitillas. Con miras más equilibradas y desprovistos de la retórica grandilocuente y ensalzadora de otras décadas, estos trabajos ponen el acento en el relato de las campañas militares y la estrategia guerrera desplegada por Viriato, en las causas de la revuelta lusitana y la situación interna de las entidades prerromanas o en la relación Hispania-Roma a mediados del siglo II a.C., con miramiento especial a las consecuencias de la guerra viriática en la evolución política de la república romana.
Tomando parte del segundo tipo de aproximación, merecen subrayarse los análisis internos llevados a cabo por Lens Tuero, García Moreno y García Quintela sobre el trasfondo de la literatura viriática.
En el primero de estos ensayos, un minucioso análisis filológico lleva a enjuiciar la historia de Viriato transmitida por Posidonio a través de Diodoro como una muestra de historiografía helenística y moralizante que convierte al líder lusitano en el prototipo del “buen salvaje” derivado de las doctrinas cínica y estoica. En definitiva, una reconstrucción ideológica con la cual los escritores de aquella corriente intentan contrarrestar y denunciar los signos de decadencia perceptibles en la Roma de los siglos II-I a.C. Partiendo de presupuestos similares, esto es, la evocación del Viriato de los textos antiguos como héroe natural y justiciero siguiendo el cliché estoico-cínico posidoniano, García Moreno ha avanzado valiosas consideraciones sobre el entorno histórico del personaje. Entre las deducciones de mayor peso habría que señalar la vinculación de Viriato con la Lusitania meridional, en concreto con la región fronteriza de Beturia, corrigiendo la añeja visión de Schulten que hacía de la remota comarca de la Sierra de la Estrella al norte de Portugal su tierra natal, con todas las connotaciones de marginalidad y barbarie pertinentes. A conclusiones parecidas llega Pérez Vilatela, con un espíritu igualmente revisionista. Los estudios de García Moreno han ayudado asimismo a desmontar la leyenda que desde antiguo se ha tejido alrededor del jefe lusitano, empeño compartido por otros investigadores que han llamado la atención sobre el uso político del personaje, en tiempos romanos (exemplum de nobleza bárbara) y en la historia reciente (precursor del caudillaje militar).
Con respecto a la obra de García Quintela, su objetivo es intentar demostrar que buena parte de los relatos sobre Viriato son coherentes con la ideología trifuncional indoeuropea descrita por G. Dumézil, especialmente con las denominadas primera y -con más dudas- segunda funciones: la del guerrero y la del soberano céltico de carácter cuasi divino, respectivamente. Con la novedad que supone sustituir el tradicional enfoque socio-económico por otro ideológico-simbólico de raíz indígena, el autor apoya sus argumentos en una exploración a fondo de varios ciclos indoeuropeos, examinando episodios germanos, irlandeses, hindúes, romanos y célticos. En cualquier caso, a nuestro entender resulta más reveladora la propuesta de juzgar que las fuentes griegas relativas a Viriato recogen una versión lusitana fosilizada en un discurso típicamente helénico: “parece posible afirmar que en Diodoro leemos la traducción al griego, seguramente con adaptaciones, de una creación intelectual indígena. Ésta reelabora la ideología tradicional para movilizarla en un momento histórico de resistencia contra los romanos e hipertrofia del rol del jefe”.
Curiosamente uno de los aspectos menos atendido es la actitud de Viriato repartiendo el botín entre los suyos. El que este particular haya pasado bastante desapercibido en la investigación es de suponer que se debe a la primacía de otros intereses: la vida del personaje (con escenas de tanto jugo como los esponsales, el asesinato o el solemne funeral) o el análisis de las tendencias histórico-literarias con que la historiografía cubre su excepcional silueta, como acaba de observarse. Y sin embargo el capítulo de la adjudicación de botines y regalos se repite en casi todas las fuentes que se detienen en Viriato. Hagamos una recopilación de estas referencias:
Diodoro, XXXIII, 1, 3:
“en el reparto del botín era justiciero, y distinguía con regalos a los que se señalaban por su valor”
Diodoro, XXXIII, 1, 5:
“Viriato, el jefe de ladrones lusitano, era justo en el reparto del botín: basaba sus recompensas en el mérito y hacía regalos especiales a aquellos de sus hombres que se distinguían por su valor, además no cogía para su uso particular lo que pertenecía a la reserva común. Debido a ello, los lusitanos le seguían de buen grado a la batalla y lo honraban como su benefactor y salvador común”
Diodoro, XXXIII, 21a:
“En el reparto del botín no tomaba nunca una parte mejor que los otros; y de lo que tomaba, u obsequiaba a los que más se distinguían o subvenía a las necesidades de los soldados”
Apiano, Iber., 75:
“Tanta fue la añoranza que Viriato dejó tras de sí, el que más dotes de mando había tenido entre los bárbaros y el más atrevido ante todo por delante de todos y el más presto al reparto a la hora del botín. Pues nunca aceptó tomar una parte mayor a pesar de que continuamente le animaban a ello; e incluso lo que tomaba se lo entragaba a quienes más habían destacado en la lucha. Por esto, un asunto complicado y no fácilmente conseguido por ningún otro de los generales: durante los ocho años de esta guerra un ejército constituido de elementos heterogéneos nunca se le rebeló y siempre fue sumiso y el más resuelto a la hora del peligro”
Cicerón, De off., II, 40:
“Y así por su equidad en repartir el botín obtuvieron un gran poder no sólo Bardilis, bandolero ilirio, sino también y mucho mayor el lusitano Viriato”
La escena interesa por distintas razones. Además de reparar de nuevo en el contexto bélico lusitano (150-139 a.C.), el episodio ilustra muy bien cómo el resultado de un triunfo guerrero da paso a un mecanismo socio-económico de redistribución de bienes y recompensas que alcanza jerárquicamente al conjunto de los guerreros victoriosos. Y cómo ese mecanismo es operado por el cabecilla de la comunidad, quien simultáneamente acrecienta las bases de su poder gracias precisamente a los resultados de la acción militar; tanto más prestigiosa cuanto más lejano sea el escenario de los hechos y más poderosos sean el enemigo a batir y los símbolos identificativos de tales hazañas. Por descontado que nuestra lectura es una interpretación hipotética; una particular adaptación histórica de la metáfora literaria de Viriato, si se quiere, pues en verdad las fuentes clásicas retratan al pastor, ladrón y caudillo lusitano como a un Robin Hood protohistórico: un delicuente o bandido al que casi justifican por su talante igualitario, justo y barbarizadamente noble, según el modelo del buen salvaje o la doctrina cínica de los que participa la historiografía clásica. Por eso, la enseñanza extraíble automáticamente de esta tradición literaria es la del comportamiento ejemplar y equitativo de Viriato, que no toma nada para sí y que concede regalos especiales a quienes se han distinguido en la lucha; todo lo cual hace que sea admirado y respetado fielmente por los suyos hasta el punto de no tener que hacer frente a ninguna rebelión interna.
Pero, al margen de la evidente intencionalidad moralizante, estos textos cobijan una serie de pistas que permiten formular preguntas de finalidad más marcadamente histórica, por ejemplo sobre el liderazgo militar y las relaciones sociales. ¿Cuál es la naturaleza del poder en estos grupos? ¿Qué grado institucional alcanzan los jefes guerreros del occidente hispano? ¿De qué otros testimonios disponemos para aprehender la fuerte jerarquización y los lazos de dependencia personal?
Las informaciones literaria y arqueológica coinciden en señalar la existencia de una acusada diferenciación social en las poblaciones de la Protohistoria Final. A la cabeza suele situarse una jefatura o elite aristocrática de acentuado carácter guerrero, especialmente en los siglos IV-II a.C., que, no en vano, va evolucionando y transformándose con el tiempo en virtud de procesos internos y de acontecimientos externos tan relevantes como la incursión de cartagineses y romanos por el interior peninsular. El contrapunto a este sector privilegiado es una masa de gente empobrecida y sin recursos, dispuesta en los niveles más bajos de la sociedad, que cabe relacionar con prácticas supuestamente marginales, al menos bajo el prisma ideológico clásico, como el bandolerismo, el mercenariado y la prestación de servicios en el extranjero; costumbres que llamaron poderosamente la atención de los historiadores antiguos y sobre las que se han vertido chorros de tinta.
En las necrópolis, las sepulturas con distinto grado de monumentalidad, ajuar y riqueza, dan cuenta de algunas pautas sociales y de los objetos materiales asociables a determinados grupos humanos, por ejemplo la presencia de conjuntos de armas en las sepulturas de mayor nivel que anuncian a las elites rectoras recubiertas de una aureola guerrera (vide infra apartado VII). Los textos greco-latinos, por su parte, se refieren desde finales del siglo III a.C. y sobre todo en la centuria siguiente a una serie de dignatarios del ámbito occidental en lucha frente a la expansión romana. Entre el conglomerado lusitano-vetón se citan los nombres de Hilerno, Púnico, Césaro, Cauceno, Taútalo..., aparte de Viriato. Desde el punto de vista institucional, las fuentes los titulan con términos como dux, imperator, apelativos que dejan entrever una categoría superior a la de simples magistraturas temporales y electivas pero que, sin embargo, no parecen alcanzar la distinción de soberanía propia de los reges y reguli del espacio ibérico-turdetano. En suma, sin ser demasiado explícitos los textos nos acercan al destacamiento socio-político de un puñado de figuras revestidas de poder guerrero: sus dotes y tenacidad les hacen encumbrarse en posiciones de liderazgo. No es de extrañar que los historiadores clásicos subrayen el componente militar de estos personajes dado que la información procede esencialmente del tiempo de conquista, lo cual suscita la familiaridad de tal semblante entre otras reducciones implícitas. Sin embargo, cabe presumir que el poder de estas figuras no es exclusivamente bélico sino que en muchos casos estas jefaturas, limitadas en mayor o menor grado por las competencias de otros miembros pertenecientes a clanes nobiliarios o por órganos políticos oligárquicos (consejo de notables, asambleas ciudadanas más extensas), controlan igualmente las bases económicas. Esto les permite tener acceso restringido a los excedentes productivos. Al tiempo, se apropian de símbolos e imágenes de autoridad con el fin de legitimar su dominio, haciendo uso cuando es necesario de estrategias de manipulación ideológica sobre la población.
Del recurso alegórico de Viriato redistribuyendo entre los suyos se desprende, acaso también, la sensación de un ordenamiento social profundamente regulado. Esto se aviene con otras señales de jerarquía y dependencia que conocemos para la Hispania anterromana y que, en cualquier caso, acrecientan la evidencia de estar ante agrupamientos sociales cada más verticales y articulados, que además se desenvuelven en una atmósfera ritual de complejidad creciente. Por no citar más que tres hábitos suficientemente testimoniados, piénsese en:
1) Las clientelas militares de devotii que surgen alrededor de una figura central, a quien consagran fidelidad de por vida hasta el punto de llegar a morir por él; tal costumbre llamó la atención de los clásicos, que la reseñan como idiosincrasia del guerrero hispano. Un eco de lo mismo puede verse en los funerales del propio Viriato, donde doscientas parejas de lusitanos luchan en combates singulares en honor del líder asesinado, a quien presumiblemente se hallaban vinculados clientelarmente.
2) El hospitium indígena que tiende a evolucionar hacia fórmulas de vinculación personal próximas al modelo del patronatus romano. Aunque esto es perceptible durante la conquista y en función de los intereses políticos de Roma sobre los nuevos territorios anexionados, el viraje de la hospitalidad (y de otras instituciones similares que no se han conservado) hacia compromisos de sumisión personal debe tener un arranque anterior explicable en el proceso de formación y consolidación de las aristocracias guerreras en los últimos siglos antes del cambio de Era.
3) Los banquetes o fiestas de mérito que incluyen el intercambio de regalos de prestigio y la destrucción deliberada de riqueza como prerrogativa máxima de rango y autoridad en actos de exhibición desmedida y de reafirmación social (esto es, la ceremonia del Potlatch descubierta por la etnografía), entre otros ritos de competitividad social tan del gusto de las elites dirigentes.
En esta relación cabe traer a colación otra tesis que se está barajando en nuestros días pero que sin embargo todavía no se ha comprobado definitivamente: ¿las descripciones que nos han llegado sobre las técnicas guerreras y la estructura militar de los lusitanos podrían reflejar en realidad un bosquejo de su organización social? Exprimiéndolas al máximo e intentando contrapesar las lagunas y juicios de valor de la historiografía clásica, las noticias de Estrabón y Diodoro permitirían deducir como mucho una actividad guerrera compleja y, verosímilmente, jerarquizada entre los lusitanos, distinguiéndose al menos dos tipos de combatientes: 1) la “caballería” -probablemente no antes del s.III a.C.-, una minoría de guerreros de élite armados con panoplias pesadas; y 2) la “infantería” como cuerpo social extenso, a quien corresponde un armamento más ligero (vide infra). Poco más. Resulta tentador tomar estas pistas como directrices a partir de las cuales entender el entramado social de las comunidades de la Iberia prerromana, pero por el momento parece difícil arribar a conclusiones de mayor alcance. En cualquier caso, la viabilidad de este tipo de análisis pasa necesariamente por el examen de los datos arqueológicos, más concretamente por la valoración a fondo (tipología, secuencia cronológica, combinaciones estadísticas de elementos y equipos de armas, estimaciones de riqueza y rango, interpretación histórico-cultural...) de las denominadas “tumbas de guerrero”, aquellas que documentan armas formando parte del ajuar funerario. Sin duda ésta es una atractiva vía a potenciar en el futuro por la investigación.
Existe un último dato de gran valor rescatable de las crónicas de Viriato repartiendo riquezas, insinuado ya líneas atrás: la manipulación que de los tesoros adquiridos hace un jefe como estrategia de adhesión de clientes y garantía de fidelidad y disciplina en sus ejércitos, a la sazón caracterizados por su heterogeneidad. De nuevo un aspecto que ensambla las piezas que dan forma a nuestro particular puzzle: riqueza económica (expolios de guerra), gestión del líder (Viriato, caudillo redistributivo) y diálogo social (proyección de líneas de subordinación desde la cima del poder). En efecto, las fuentes reiteran que Viriato distinguía y obsequiaba a sus partidarios con magníficos presentes. A pesar de la parquedad textual, enseguida se nos viene a la mente el valor simbólico del regalo y la articulación de relaciones sociales y de medidas de captación de poder mediante el mecanismo del don y el contra-don, que tanto éxito ha tenido en el discurso antropológico y que tanto auxilio ha prestado como modelo explicativo a prehistoriadores e historiadores de la Antigüedad.
Diremos rápidamente que el regalo, en tanto instrumento cultural, se convierte en referencia de un compromiso entre individuos o grupos y, por tanto, es un precioso elemento para calibrar relaciones sociales. El ensayo pionero de M. Mauss sigue siendo de referencia obligada para el estudio de la forma y función del intercambio de dádivas, habiéndose profundizado a partir de él en el significado de la reciprocidad. El interés estriba en comprender que el don crea obligaciones sociales: entregar un regalo exige en primer lugar la aceptación por parte del receptor y, seguidamente, el que éste de una respuesta a cambio. Así la contraprestación (material o personal, sea esta última de tipo laboral o militar) se convierte en condición sine qua non y en instrumento para crear vínculos dentro de un marco de intercambio jerarquizado. La obligación en este sentido es triple: dar, recibir y actuar recíprocamente.
Asociada a la entrega del regalo hay una gama de expresiones sociales y de formas de comunicación de no poca importancia, que ya han sido aludidas al hablar de los grupos de poder de la Iberia indígena: generosidad sin límites, búsqueda competitiva de estatus y prestigio (regalar más es una manera de mostrar la superioridad de uno), hospitalidad, fiestas y banquetes nobiliarios, consumo de vino y otras bebidas y viandas de acceso restringido, ideal caballeresco, partidas de caza, luchas singulares y demás ceremonias rituales, formación de cuadrillas de fieles y clientes... En general la economía del regalo se identifica con unos fines políticos determinados y por tanto con grupos aristocráticos, ámbitos principescos o sociedades de jefatura compleja, como fueron las comunidades de la Edad del Hierro. En estos ambientes, armas de parada excepcionales, pertrechos del enemigo, trofeos guerreros, torques áureos y otros adornos, calderos de bronce, cerámicas de lujo y vajilla asociada al vino, briosos corceles e incluso mujeres en exogamia, debieron intercambiarse y regalarse como bienes de prestigio en una circulación selectiva y clientelar, tal como los textos que hemos revisado sobre Viriato ponen de manifiesto en su particular código ético. Acumular el mayor número de estas preciadas mercancías se traduce en una extensión de vínculos de interdependencia con otros individuos y, por ende, se convierte en una hábil manera de consolidar el rango socio-político de los possesores. Más aún si estas piezas son de naturaleza exótica -caso de los botines procedentes de empresas militares realizadas en escenarios remotos-, lo cual incrementa su excepcionalidad.
FUENTE: fisicanet