Cuando uno visita el Museo Arqueológico de Badajoz, un gran mosaico de Orfeo encantando a los animales le da la bienvenida.
Ese mosaico lo llevaron al museo desde una villa romana encontrada en Pesquero, en el oeste, a la ribera del río, y habla de las lágrimas y el canto del héroe griego por la pérdida de su amada, un canto que, según decían, amansaba a las fieras.
Uno iba a Pesquero, a la villa romana, creyendo que él mismo iba a encantar a los perros que cuidaban de la parcela, y pensando que al ir con los mellizos Manolo y Ramón nada malo le iba a pasar, que los perros iban a voltear la cabeza hacia ellos en señal de sumisión.
Con la llegada de la villa de Pesquero a sus vidas, llegaron los romanos a su bolsillo, al derecho, porque en el izquierdo seguía escondiendo las figuras de Toro Sentado y de algún guerrero apache.
Con Pesquero uno conoció que los romanos hicieron de la vega del Guadiana solar de labor y locus amoenus al tiempo, y aprendió que a este oeste de colonias, a este Far Wext en sepia, John Wayne o Clint Eastwood no fueron los primeros en llegar, que antes, mucho tiempo antes, habían acampado Petronio, o un tal Ben Hur con Varinia y Claudia, y Espartaco, el gladiador que también sometía a las fieras en la arena del circo, porque así lo veía en el cine de verano y porque al lado del oeste, junto a Pesquero, transcurre una vía a la que siempre oyó nombrar como la Calzada Romana, una calzada a la que, en las tardes de vacaciones, uno iba con Juanito y Nuria, en bicicleta, la misma bicicleta con la que su padre, cuando aún no era padre, atravesaba la vega, antes de transformarse en vega, desde Rueda Chica hasta Pesquero para ver a su madre, antes de ser madre.
Y allí, en medio de la carretera, se sentaban a esperar que pasaran las legiones del César o de Pompeyo, con los estandartes y las cuadrigas, porque así tenía que ser, y porque así lo había imaginado en la casa de Orfeo.
Cuando la tarde caía, volvían al pueblo contando que habían visto a Ben Hur cargando heno de la parcela en un carro, o en los primeros tractores verdes, aunque en realidad habían visto a John Deere, o al menos eso era lo que pensaban.
……
Si el visitante del museo se acerca a las teselas del mosaico de Badajoz, podrá escuchar un susurro que parece salido de las piedrecillas. Es el canto de Orfeo lamentándose de haber perdido a Eurídice, y queriendo escapar de la pared, y coger la bicicleta para volver a Pesquero, para encontrarse con Isabel, para pedirle su mano al abuelo Julio, sabiendo que los perros ya nunca más ladrarán cuando se acerque a su casa junto al río.
Ese mosaico lo llevaron al museo desde una villa romana encontrada en Pesquero, en el oeste, a la ribera del río, y habla de las lágrimas y el canto del héroe griego por la pérdida de su amada, un canto que, según decían, amansaba a las fieras.
Uno iba a Pesquero, a la villa romana, creyendo que él mismo iba a encantar a los perros que cuidaban de la parcela, y pensando que al ir con los mellizos Manolo y Ramón nada malo le iba a pasar, que los perros iban a voltear la cabeza hacia ellos en señal de sumisión.
Con la llegada de la villa de Pesquero a sus vidas, llegaron los romanos a su bolsillo, al derecho, porque en el izquierdo seguía escondiendo las figuras de Toro Sentado y de algún guerrero apache.
Con Pesquero uno conoció que los romanos hicieron de la vega del Guadiana solar de labor y locus amoenus al tiempo, y aprendió que a este oeste de colonias, a este Far Wext en sepia, John Wayne o Clint Eastwood no fueron los primeros en llegar, que antes, mucho tiempo antes, habían acampado Petronio, o un tal Ben Hur con Varinia y Claudia, y Espartaco, el gladiador que también sometía a las fieras en la arena del circo, porque así lo veía en el cine de verano y porque al lado del oeste, junto a Pesquero, transcurre una vía a la que siempre oyó nombrar como la Calzada Romana, una calzada a la que, en las tardes de vacaciones, uno iba con Juanito y Nuria, en bicicleta, la misma bicicleta con la que su padre, cuando aún no era padre, atravesaba la vega, antes de transformarse en vega, desde Rueda Chica hasta Pesquero para ver a su madre, antes de ser madre.
Y allí, en medio de la carretera, se sentaban a esperar que pasaran las legiones del César o de Pompeyo, con los estandartes y las cuadrigas, porque así tenía que ser, y porque así lo había imaginado en la casa de Orfeo.
Cuando la tarde caía, volvían al pueblo contando que habían visto a Ben Hur cargando heno de la parcela en un carro, o en los primeros tractores verdes, aunque en realidad habían visto a John Deere, o al menos eso era lo que pensaban.
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Si el visitante del museo se acerca a las teselas del mosaico de Badajoz, podrá escuchar un susurro que parece salido de las piedrecillas. Es el canto de Orfeo lamentándose de haber perdido a Eurídice, y queriendo escapar de la pared, y coger la bicicleta para volver a Pesquero, para encontrarse con Isabel, para pedirle su mano al abuelo Julio, sabiendo que los perros ya nunca más ladrarán cuando se acerque a su casa junto al río.
Rades
FUENTE: lascronicasdelfarwext
> El Mosaico de Orfeo