> El Fantasma de José Júnior
En este hondón en que Fundáo está, la noche es fría. Pero si el viajero durmió mal, no fue sólo por eso. Por estos lados, pero no tan cerca, aunque ya aquí presente, anda el fantasma de José Júnior. Es, por otra arte, el único fantasma en el que cree el viajero. Por él irá a Sao Jorge a Beira, tierra que queda allá, por los contrafuertes de la sierra da Estrela, en plena sierra ya. No conoció el viajero a José Júnior, nunca le vio la cara, pero un día, hace ya muchos años, escribió algunas líneas sobre él. Las motivó una noticia del diario, el relato de una situación pungente, ero no rara en estas tierras nuestras, de ser un hombre víctima de esa forma especial de ferocidad que se dirige contra los tontos de aldea, los borrachos, los desgraciados sin defensa.
En esta época escribía el viajero para el diario que en esta misma villa de Fundáo se publica, y entonces, movido por indignaciones tal vez más líricas que racionales, escribió un artículo, una crónica que fue publicada. En ella empezaba por evocar un verso del poeta brasileño Car¬los Drummond de Andrade, y luego hacía unas consideraciones morales abre la suerte de tantos José Júnior de este mundo, los que «llegaron al límite de sus fuerzas, acorralados por la jauría, sin valor para un último, aunque mortal, arranque». Y continuaba: «Otro José está ante la mesa en que escribo. No tiene rostro, es una silueta sólo, una superficie que se estremece con un dolor continuo. Sé que se llama José Júnior, sin las riquezas de apellidos ni genealogías, y vive en Sao Jorge da Beira. Es joven, se emborracha, y lo tratan como si fuera una especie de bobo, y divierten a su costa algunos adultos, y los niños le hacen trastadas, tal vez lo apedrean de lejos. Y, si esto no han hecho, lo azuzan con la súbita crueldad de los niños, al mismo tiempo feroz y cobarde, y José Júnior, borracho perdido, se cayó y se rompió una pierna, o tal vez no, y se fue a parar al hospital». Y proseguía: «Escribo estas palabras a muchos kilómetros de distancia, no sé quién es José Júnior, y tendría dificultades para situar en el mapa Sao Jorge da Beira. Pero estos nombres sólo designan casos particulares de un fenómeno general: el desprecio por el prójimo, cuando no el odio, tan constantes allí como aquí mismo, en todas partes, locura epidémica que prefiere las víctimas fáciles. Escribo estas palabras en un atardecer con color de madrugada con esputas en el cielo, teniendo ante los ojos un resquicio por donde se ve e1 Tajo, en el que hay barcos lentos que van de orilla a orilla llevando gente y recados. Y todo esto parece pacífico y armonioso como dos palomas que se posan en la barandilla y susurran confidencialmente. ¡Ah, esta vida preciosa que va huyendo, tarde mansa que no serás igual nañana, que no serás, sobre todo, lo que ahora eres! Entre tanto, José Júnior está en el hospital, o habrá salido ya, y arrastra la pierna coja por las calles frías de Sao Jorge da Beira. Hay una taberna, el vino ardiente y exterminador, el olvido de todo en el fondo de la botella, y, como un diamante, la embriaguez victoriosa mientras dura. La vida va a volver a su inicio. ¿Será posible que la vida vuelva a su inicio? ¿Será posible que los hombres maten a José Júnior? ¿Será posible?».
Así acaba la crónica, pero la vida no volvió al principio: José Júnior murió en el hospital. Ahora, el viajero se siente llamado por un fantasma. Irá a Sao Jorge da Beira, ya los mapas le han dicho dónde está, no lleva recriminaciones ni sabría a quién dirigirlas. Quiere, sólo, recorrer las calles donde aquel caso aconteció, ser, él mismo, por un rápido segundo, José Júnior. Sabe que todo esto son idealizaciones del sufrimiento ajeno, pero lo hace sinceramente, y no se le puede pedir más.
(...)
De aquí a Sao Jorge da Beira hay tres kilómetros. Traza la carretera una curva, otra ya en las primeras casas, y la aldea aparece de pronto entera, lanzada cuesta arriba como si hubiera sentido grandes proyectos de ascensión y le faltaran fuerzas pasado el primer impulso. Fue aquí donde vivió José Júnior. Es una tierra sosegada, tan lejos del mundo que la carretera que consiguió llegar hasta aquí ya no lleva más allá. Al viajero le parece imposible que por estas empedradas calzadas, vacilando por estos peldaños de pizarra, rozando los ásperos tejados, hubiera andado un hombre agredido con palabras y golpes, perdido de borracho, o borracho perdido, que son perdiciones diferentes, sin que viniera nadie a separar al débil de los fuertes, al perseguido de los perseguidores. O quizá vino alguien, y no fue suficiente su venida. La mano que ayuda, desayuda si pronto se retira. No habrá faltado quien dio buenos consejos a José Júnior y quien advirtiera a sus verdugos. Tampoco habrá faltado quien le pagara el vino a José Júnior para divertirse luego a costa de él. En tierra tan desprovista de todo, estúpido sería perderse una diversión gratis: el bobo colectivo. Pero el olvido voluntario es una gran ayuda: a tres personas preguntó el viajero si habían conocido a José Júnior, y nadie se acordaba. No nos sorprenda: cuando no soportamos vivir con los remordimientos, los olvidamos. Y es por eso por lo que el viajero sugiere que en la esquina de una de estas bellísimas calles, o incluso en cualquier oscura travesía, se ponga una placa, media docena de palabras nada dramáticas, por ejemplo: Calle de José Júnior, hijo de esta tierra. Cuando aquí volvieran otros viajeros, la Junta parroquial mandaría a alguien a explicarles quién fue José Júnior, y por qué está ahí su nombre.
Este viajero no encontró al fantasma. Sao Jorge da Beira seguía su vida, rodeado de pinares y barrancos, cubierto por un cielo blanco que no empieza ni acaba. Mañana tal vez nieve por aquí, o más allá, en el interior de la sierra, adonde el viajero no puede ir. Tampoco habrá salido muy lejos de aquí José Júnior. Quizá por eso no ha encontrado su fantasma el viajero. Siendo fantasma se aprovecha. Además, está demostrado que los fantasmas. Y, si existe, seguro que se ríen de nosotros.
En este hondón en que Fundáo está, la noche es fría. Pero si el viajero durmió mal, no fue sólo por eso. Por estos lados, pero no tan cerca, aunque ya aquí presente, anda el fantasma de José Júnior. Es, por otra arte, el único fantasma en el que cree el viajero. Por él irá a Sao Jorge a Beira, tierra que queda allá, por los contrafuertes de la sierra da Estrela, en plena sierra ya. No conoció el viajero a José Júnior, nunca le vio la cara, pero un día, hace ya muchos años, escribió algunas líneas sobre él. Las motivó una noticia del diario, el relato de una situación pungente, ero no rara en estas tierras nuestras, de ser un hombre víctima de esa forma especial de ferocidad que se dirige contra los tontos de aldea, los borrachos, los desgraciados sin defensa.
En esta época escribía el viajero para el diario que en esta misma villa de Fundáo se publica, y entonces, movido por indignaciones tal vez más líricas que racionales, escribió un artículo, una crónica que fue publicada. En ella empezaba por evocar un verso del poeta brasileño Car¬los Drummond de Andrade, y luego hacía unas consideraciones morales abre la suerte de tantos José Júnior de este mundo, los que «llegaron al límite de sus fuerzas, acorralados por la jauría, sin valor para un último, aunque mortal, arranque». Y continuaba: «Otro José está ante la mesa en que escribo. No tiene rostro, es una silueta sólo, una superficie que se estremece con un dolor continuo. Sé que se llama José Júnior, sin las riquezas de apellidos ni genealogías, y vive en Sao Jorge da Beira. Es joven, se emborracha, y lo tratan como si fuera una especie de bobo, y divierten a su costa algunos adultos, y los niños le hacen trastadas, tal vez lo apedrean de lejos. Y, si esto no han hecho, lo azuzan con la súbita crueldad de los niños, al mismo tiempo feroz y cobarde, y José Júnior, borracho perdido, se cayó y se rompió una pierna, o tal vez no, y se fue a parar al hospital». Y proseguía: «Escribo estas palabras a muchos kilómetros de distancia, no sé quién es José Júnior, y tendría dificultades para situar en el mapa Sao Jorge da Beira. Pero estos nombres sólo designan casos particulares de un fenómeno general: el desprecio por el prójimo, cuando no el odio, tan constantes allí como aquí mismo, en todas partes, locura epidémica que prefiere las víctimas fáciles. Escribo estas palabras en un atardecer con color de madrugada con esputas en el cielo, teniendo ante los ojos un resquicio por donde se ve e1 Tajo, en el que hay barcos lentos que van de orilla a orilla llevando gente y recados. Y todo esto parece pacífico y armonioso como dos palomas que se posan en la barandilla y susurran confidencialmente. ¡Ah, esta vida preciosa que va huyendo, tarde mansa que no serás igual nañana, que no serás, sobre todo, lo que ahora eres! Entre tanto, José Júnior está en el hospital, o habrá salido ya, y arrastra la pierna coja por las calles frías de Sao Jorge da Beira. Hay una taberna, el vino ardiente y exterminador, el olvido de todo en el fondo de la botella, y, como un diamante, la embriaguez victoriosa mientras dura. La vida va a volver a su inicio. ¿Será posible que la vida vuelva a su inicio? ¿Será posible que los hombres maten a José Júnior? ¿Será posible?».
Así acaba la crónica, pero la vida no volvió al principio: José Júnior murió en el hospital. Ahora, el viajero se siente llamado por un fantasma. Irá a Sao Jorge da Beira, ya los mapas le han dicho dónde está, no lleva recriminaciones ni sabría a quién dirigirlas. Quiere, sólo, recorrer las calles donde aquel caso aconteció, ser, él mismo, por un rápido segundo, José Júnior. Sabe que todo esto son idealizaciones del sufrimiento ajeno, pero lo hace sinceramente, y no se le puede pedir más.
(...)
De aquí a Sao Jorge da Beira hay tres kilómetros. Traza la carretera una curva, otra ya en las primeras casas, y la aldea aparece de pronto entera, lanzada cuesta arriba como si hubiera sentido grandes proyectos de ascensión y le faltaran fuerzas pasado el primer impulso. Fue aquí donde vivió José Júnior. Es una tierra sosegada, tan lejos del mundo que la carretera que consiguió llegar hasta aquí ya no lleva más allá. Al viajero le parece imposible que por estas empedradas calzadas, vacilando por estos peldaños de pizarra, rozando los ásperos tejados, hubiera andado un hombre agredido con palabras y golpes, perdido de borracho, o borracho perdido, que son perdiciones diferentes, sin que viniera nadie a separar al débil de los fuertes, al perseguido de los perseguidores. O quizá vino alguien, y no fue suficiente su venida. La mano que ayuda, desayuda si pronto se retira. No habrá faltado quien dio buenos consejos a José Júnior y quien advirtiera a sus verdugos. Tampoco habrá faltado quien le pagara el vino a José Júnior para divertirse luego a costa de él. En tierra tan desprovista de todo, estúpido sería perderse una diversión gratis: el bobo colectivo. Pero el olvido voluntario es una gran ayuda: a tres personas preguntó el viajero si habían conocido a José Júnior, y nadie se acordaba. No nos sorprenda: cuando no soportamos vivir con los remordimientos, los olvidamos. Y es por eso por lo que el viajero sugiere que en la esquina de una de estas bellísimas calles, o incluso en cualquier oscura travesía, se ponga una placa, media docena de palabras nada dramáticas, por ejemplo: Calle de José Júnior, hijo de esta tierra. Cuando aquí volvieran otros viajeros, la Junta parroquial mandaría a alguien a explicarles quién fue José Júnior, y por qué está ahí su nombre.
Este viajero no encontró al fantasma. Sao Jorge da Beira seguía su vida, rodeado de pinares y barrancos, cubierto por un cielo blanco que no empieza ni acaba. Mañana tal vez nieve por aquí, o más allá, en el interior de la sierra, adonde el viajero no puede ir. Tampoco habrá salido muy lejos de aquí José Júnior. Quizá por eso no ha encontrado su fantasma el viajero. Siendo fantasma se aprovecha. Además, está demostrado que los fantasmas. Y, si existe, seguro que se ríen de nosotros.
FUENTE: José Saramago. Viaje a Portugal.Círculo de Lectores.